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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Los Nardos


Parrondo Estévez (Madrid, 1.980), joven cineasta de culto que acapara cada ciclo de cortos en La Casa Encendida, se estrena con una fresca novela, a veces inocente, a veces tan ligera, que si no conociéramos su autoría pasaríamos de puntillas sobre ella.

No obstante, es sabido que este genial guionista, productor y director, no da una puntada sin hilo, por lo que, si buceamos entre sus líneas, encontramos una genial zarzuela del siglo XXI, ambientada en los más castizos rincones de la capital.

 
Escrita en primera persona, la obra nos adentra en las vivencias y pensamientos de Alfredo, un digamos afortunado treintañero mileurista, a pesar de su carrera universitaria de informático y sus dos masters, que vive en un piso compartido situado en un antiguo pero reformado edificio de Chueca, junto a otras dos chicas, María y Ana, y un antiguo compañero de la carrera, Ovidio.

La estructura de la obra, a semblanza de las piezas del género chico, comienza con una presentación de los personajes, en una escena en la que Ovidio, de carácter ermitaño y de profesión hacker, tenía que encargarse de la cena del grupo, pero se le olvida. María, gallega, y  profesora de literatura, a pesar de tener decenas de exámenes que corregir, se encarga, sin un reproche, de preparar todo para que sus compañeros no carguen contra aquel curioso personaje, que es su preferido en la casa. Ana, ejecutiva de marketing que trabaja con un contrato en prácticas para menores de 30 en una famosa agencia de comunicación, y Alfredo, programador en una multinacional, se lo agradecen enormemente.

El ambiente en la cena es desenfadado y un poco sarcástico hacia Ovidio, y las bromas sobre la sobreprotección de María hacia él, y la predilección, un tanto competitiva de Ana y Alfredo hacia María, hacen que el ambiente suba de tono, hasta que suena el timbre.

Aquí aparecen los villanos de la historia, en formato de Eugenio, el avaro casero de Alfredo, un también informático jubilado, y su hija, Encarna, una deliciosa jovencita de 18 años que le tira los tejos a todo lo que se menea.

Eugenio encarna a la perfección el personaje de la vieja portera cotilla, y combina elementos como una ancestral capacidad de espionaje tras sus macetas de Nardos, mientras hace como que los riega, secuestro de correspondencia, escucha tras la puerta y la mirilla, y escaneo de conexiones a internet, pues Ovidio ya le ha pillado más de una vez robándoles ancho de banda.

El casero se aprovecha de que un par de inquilinos anteriores a los actuales dejaron de pagar a Alfredo, y que éste le debe algunas cantidades, para pasarse por el piso y amenazarles con contar algún secretillo recién descubierto, real o inventado, e intentar sacarles la pasta que no tienen.

A todos les desagradan sus visitas menos a Ovidio, que ya ha descubierto de él mucho más de lo que necesitaría para contrarrestarle, y le encantan los movimientos seductores de su hija, que debe ser la única chica del mundo que le mira así. Bueno, que le mira.

A los personajes del piso y sus relaciones amistosas y amorosas, que no pueden faltar en una buena zarzuela, ni vamos a desvelar en esta crítica para no chafarle las sorpresas al lector, se une la muerte de una misteriosa mujer en el portal de la casa, por caída accidental de una de las macetas de nardos de Eugenio.

La aparición de Marcos, un policía gay que simpatiza con Alfredo desde el primer momento, les lleva a ser conocedores de la historia de la fallecida, y su antigua relación con el edificio desde tiempos en los que el casero chantajista adquirió varios de los pisos del inmueble.

Las sospechas y el interés de los habitantes del piso por inculparle, les involucrará en una suerte de situaciones surrealistas, que se desarrollan en diferentes lugares de moda de la capital, y que coinciden con los ya descubiertos en algunas de las cintas del autor, de modo que Estévez aprovecha de nuevo para hacer propaganda a sus amigos.

Todo ello combinado con lugares emblemáticos como el Palacio de Cristal del Retiro, el café Gijón, las Visitillas, El Viaducto, el oratorio del Caballero de Gracia y tantos otros en los que se encuentran las pistas para desentramar el misterioso fallecimiento a causa de traumatismo por Nardos.

No obstante, la juventud de los personajes, los lugares de tendencia, el tono picante en algunas de las escenas, los entresijos sexuales de distintos tintes, como no podía ser menos desarrollándose la obra en Chueca, hacen que el ritmo y las situaciones ligeras acompañen a otras más metafísicas como las historias personales de los protagonistas y sus reflexiones sobre el existencialismo y el futuro.

La obra, en definitiva, encierra una crítica social a la situación vivida por profesionales cualificados entre los treinta y cuarenta años, sin pareja estable, llevando una vida que perpetúa la adolescencia a causa de la precariedad laboral.

Sin embargo, cuanto más gana fuerza la historia es cuando se aleja de dicho trasfondo para acercarse, de manera sutil y estilo humorístico a alguno de los momentos totalmente carentes de realismo que envuelven su devenir.

Junto a ello, Parrondo intercala algunos recursos literarios inesperados como este acercamiento al extrañamiento que se produce en el capítulo VII, con el que queremos despedir esta crítica animando a nuestros lectores a leer esta ópera prima, y que queremos reproducir a continuación:

“No entiendo por qué tenemos que irnos ya. Salir a la calle y encontrarnos con ellos. Hacía mucho que no los veía de nuevo. Y sin embargo ahí están, como si siempre estuvieran.

-          María. Cuidado. Los cíclopes…

De una altura de hombre y medio, se apostan a cada lado de la calle y nos miran con su terrible ojo rojo brillante y resplandeciente, manejando a su antojo nuestra voluntad. María conduce y lo sabe. Todos lo saben. No llego a recordar de dónde salieron, cuándo vinieron, cuando nos sometimos a sus normas, pero lo hicimos.

Me duele la cabeza, no quiero mirarlos. Tengo los ojos cerrados y el miedo y la repulsión se entremezclan en mi estómago y centrifugan. Me sujeto con las manos para no ensuciar el coche.

María conduce y está sola. Ovidio y Ana se fueron antes. No estás siendo muy caballero. Anda, abre los ojos y enfréntate como un hombre.

Abro apenas mi ojo izquierdo y los veo de nuevo. Aquellos gigantes indolentes. El de la derecha tiene un brazo gigante que se eleva por encima de la calle y en ese brazo luce otro de sus ojos.

Todos los coches se detienen frente a ellos, pues es lo que quieren, que te sometas frente a su mirada. ¿Cuándo programaron esa orden en nuestros cerebros? Algunos insensatos quisieron desafiarles, pero cosas horribles suceden entonces. Colisiones, accidentes, incluso los agentes de tráfico les obedecen y te multan por haber osado a transgredir sus dictámenes.

Mientras permanecemos detenidos, los peatones campan a sus anchas por la calzada.

De repente, los cíclopes cierran sus ojos de fuego y abren sus bocas, mostrando unas fauces de color verde. El pánico se apodera de todos los presentes. Los vehículos apostados en las posiciones de atrás comienzan a pitar y los de adelante se apresuran a ponerse en marcha.

-          ¡María, arranca! – le digo.

Pasamos por delante de ellos e intento huir del pensamiento de ser engullido por ellos… a ambos lados de la calle vamos dejando atrás parejas de cíclopes con sus ojos cerrados y sus bocas abiertas. Vamos a toda velocidad. Es importante avanzar mientras no abran de nuevo su brillante ojo rojo.

Pero no, a unos metros de nosotros, una nueva pareja hace iluminar su anaranjada nariz. Es la señal. Es lo que hacen los cíclopes cuando van abrir sus ojos de fuego.

Algunos coches aceleran para huir de sus campo de visión, pero el resto, los más rezagados, frenamos para rendirles de nuevo respeto con nuestra inmovilidad.

No puedo verlo. Me aterra. Empiezo a gritar y María se pone nerviosa.

-          Dios, Alfredo, ¡calla de una puta vez! Es lo que me faltaba…

Lo estoy haciendo mal, muy mal, después de los acontecimientos de los últimos días y ahora esto, María necesita que la proteja, no que la altere… sin embargo, no puedo más y me quedo dormido.

No sé cuánto tiempo ha pasado. El coche está aparcado en nuestra calle y María me zarandea:

-          Vamos, Quijotiño, despierta, ya hemos llegado. Se acabaron los gigantes. Menuda te has cogido con la ginebra de garrafón de la disco.


 

20141102 Critica Literaria + Extrañamiento

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