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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Pudong

La luz se cuela entre las tablillas débilmente colocadas en la ventana y los sonidos cotidianos de la calle comienzan a invadir su despertar.

Abre los ojos. Descubre una nueva grieta en el viejo techo de madera y suspira con resignación. Se incorpora. Echa a un lado la raída cortina y pone cuidado al colocar sus pies en el suelo, tanteando con los dedos, buscando el calor de la madera inerte y silenciosa.

Se desliza, de lado, junto a un par de pequeños cuerpos que se hinchan y deshinchan acompasadamente, y se dirige al viejo y oxidado dragón que les suministra pequeñas cantidades de agua robada, que nunca será fuente de vida, pero que calma su piel por la mañana y se lleva la mugre de los platos y los rincones de aquel pequeño y destartalado refugio.

Mientras se asea, escucha unos pasos conocidos junto a la puerta.

-  Ni hao Mai Ann.- Atisba un desordenado flequillo sobre unos incomprensibles ojos siempre chispeantes.
-    Ni hao , Cao Li.- Contesta con desgana.

Aquella maraña de pelo se le planta delante mientras levanta frente a sus ojos una bolsa de papel con olor a sopa caliente y el dibujo de uno de los viejos y tradicionales restaurantes del mercado de El Bund, el famoso y gastronómico barrio de Sanghai.

-    Te envían recuerdos.- Dice el muchacho haciendo girar la bolsa y volar el caballo alado que en ella aparecía.
-   Eso está bien.- sonrie ella, y alborota con su mano, algo más, la cabeza de él. Desayunad vosotros. Yo llego tardísimo.

Desliza el agujereado camisón sobre su cabeza, mostrando su desnudez sin pudor pues fué él quien primero en su vida la vió así. Abre un antiguo baúl que había sacado antes de debajo de aquel catre que compartían a turnos. Saca con mimo una elegante blusa blanca y una falda negra de diseño, medias de seda, y unos imponentes y altísimos zapatos de tacón negro.

Mira con cariño aquellas prendas, y se dispone a vestirse con ellas, observando, en el cristal de la ventana, cómo deja de parecerse a su hermano mellizo y se va convirtiendo en una sofisticada mujer, casi como un negativo revelando una preciosa y antigua imagen capturada al azar.

-    Te he arreglado los frenos de la bici. Un día te vas a matar conduciendo con eso.- Dice Cao Li señalando sus zapatos.
-   ¿Ahá? – contesta ella colocándose un antiguo camafeo sobre la blusa, y un pañuelo de imitación alrededor de su cuello. Su imagen, en el desgastado vidrio de la ventana, le pide un último toque y pellizca sus mejillas.
-      Te conseguiré uno de esos caros maquillajes para que no tengas que hacer eso.- dice el muchacho sin perderse un detalle del ritual de cada mañana.
-       No quiero saber qué significa “te conseguiré”.-ríe ella.
-       Pues no preguntes. Toma. – pone sobre su mano un pequeño paquete.
-   Me voy corriendo.- contesta. Y deslizando el paquete bajo la blusa se sube ágilmente a la oxidada bicicleta que duerme recostada en la puerta, y se pierde por las húmedas y estrechas calles de aquel suburbio del lujoso distrito de Pudong.

Sorteando todo tipo de obstáculos, mientras intenta escapar de aquel oscuro y deprimente mundo, cuida de no salpicar sus zapatos, y entona la oración de cada día, invocando al caballo alado, aquella canción que ella le cantaba y que da significado a su nombre: Mai Ann, el caballo alado, el caballo salvaje.

Vuela alto, vuela y verás, nubes y pájaros y tal vez algo más; siempre en el viento, siempre allí está, acaricia sus alas y aparecerá. No debes correr, no debes trotar, camina firme y así llegarás, pero si algún día encuentras el mal, acaricia sus alas y aparecerá.


La veía en cada esquina, en la mirada de cualquier madre, en la sonrisa de aquella anciana, en las manos que trabajaban la pasta de arroz de la pequeña casa de comidas que separaba la miseria de la modernidad. Sobre todo allí. Se parecían tanto…

-          Hola tía Son – dice bajándose de la bici.
-          Hija, come algo antes de irte…
-     Mmmm huele genial- recuerda el olor de la mañana. - El primo Cheng ha heredado tu mano, ¿Qué tal le va con los tíos en El Bund?
-     Está muy contento, hija, a ver… después de tantos años en la cárcel, ha encontrado algo que le hace feliz.
-         Bueno tía, me voy que llego tarde.- y besando apresuradamente a la anciana, acomoda la bicicleta en la vieja trastienda y sale por la puerta principal, corriendo a cruzar el semáforo hasta perderse entre la alocada circulación y el bosque de rascacielos.

Acomodando el paso a sus elegantes tacones se detiene, como cada día, frente al escaparate de aquella tienda. De nuevo, su imagen, reflejada esta vez en una lujosa y brillante luna, le devuelve la mejor versión de sí misma, la joven elegante, probablemente representante o relaciones públicas de una importante marca nacional o extranjera, segura de sí misma, dispuesta a cerrar un importante trato aquel mismo día.

Una foto que negaba los álbumes de las horas anteriores, retratos en viejos y desgastados cristales de una Mai Ann que salía cada día al escenario de la vida a representar el papel que les permitía, a ella y a sus hermanos, seguir con vida.
Absorta en aquella imagen del escaparate, le parece verla de nuevo, sonriéndole mientras acaricia un pequeño caballito alado en su cuello.
Un taxi para junto a la tienda. El conductor baja la ventanilla del copiloto mientras pregunta:

-          ¿Señorita Mai Ann?
-     Yo misma, - contesta ella, en una imagen que se repetía con cada nueva jornada.

Recorre el camino conocido, el bosque de enormes gigantes de acero y cristal, hasta que el coche se detiene junto al mayor de todos ellos.
Baja sin pagar, como estaba acordado, y pasa de largo junto al letrero que anuncia la entrada a la Jin Mao Tower. Cientos de turistas se doblan en el suelo para intentar captar con sus cámaras la grandeza de aquel edificio, y se agolpan junto a la entrada para adquirir el ticket que les llevará a la planta 88, la cumbre de la ciudad que se asomaba al mar. Así decía su nombre. La antigua Sanghai, pueblo de pescadores, crisol de las colonias francesas en el país más poblado del planeta, que se había convertido en la “Perla de Oriente” para rivalizar con las más modernas y poderosas capitales occidentales.

El vigilante la reconoce y la saluda con una sonrisa. Mai Ann se la devuelve. Pasa por delante de todas las colas, entra en el abarrotado ascensor que inicia su rápido recorrido hacia la cima. Todas las cámaras hacia el visor en el que los pisos se suceden en cuestión de segundos. Escucha y siente la decepción de sus compañeros de viaje cuando paran en la planta 58, en lugar de continuar sin interrupciones hasta el final.
El hall del Hotel Gran Hyatt se extiende frente a ella.

“No debes correr, no debes trotar, camina firme y así llegarás”.
Nota las miradas de los hombres y mujeres sobre su caminar. Sabe el efecto que causa. Le gusta. Sueña con un mundo en el que pueda abrigarse con ese agradable manto.

Llega hasta el lugar de siempre, al fondo, junto a un enorme butacón de terciopelo negro dirigido hacia la ventana sobre el que se eleva el vaho de un cigarrillo electrónico.

El cristal de la ventana le devuelve la imagen del fumador, bueno, la fumadora, y la suya propia junto al sillón.

-          Buenos días Tai Ann.- saluda.
-          Buenos días Mai Ann.- ¿Qué me traes hoy?

Mai Ann extrae discretamente de su blusa el pequeño paquete que le había entregado Cao Li. Lo abre delante de ella. Un precioso anillo de oro con las iniciales de la dinastía Han en el que iba engarzado un enorme diamante. Se lo entrega.

-   Impresionante- dice la mujer mientras da una nueva calada a su cigarrillo electrónico y levanta la joya frente a sus ojos. - Cao Li se ha superado. No tiene ni idea de lo que es esto, ¿verdad?. Lo estarán buscando como locos. No creo que tarden en descubrirle.

Mai Ann siente un pinchazo en el estómago.

-       ¿Cómo?, ¿A qué te refieres? Devuélvemelo. Tenemos que devolverlo.
-       Ni lo sueñes. Tengo un comprador que lleva años esperando una pieza así, estoy harta de que me traigáis baratijas…- contesta fríamente la mujer desde su sillón de terciopelo.

Mai Ann la mira con ojos de súplica.

-       Volverá a la cárcel Tai Ann. Me implicarán. No podremos traerte nada más…
-     Esta pieza cubre con creces la deuda de tu padre. Por mí, como si no vuelves por aquí.- y haciendo un gesto con el dedo, le indica que se vaya.
-    ¿La deuda de mi padre?, ¿Tai Ann, te estás escuchando?, Querrás decir nuestro padre…

-     ¡No me desafíes! Solo sois una panda de delincuentes que nunca se reinsertarán. Yo soy una reconocida marchante de arte, no tenemos nada que ver… ¡fuera de mi vista! – chasquea los dedos y rápidamente dos enormes y trajeados hombres la flanquean. Miran al suelo. Mai Ann busca sus ojos pero no se atreven a mirarla.
-       Mai Ann se va. Acompañadla abajo y aseguraos de que no vuelve.

Los dos jóvenes siguen sin mirarla y se disponen a tomar a la muchacha por ambos codos.

-     No es necesario.- dice ella. Y girando sobre sus tacones, emprende el camino hacia el ascensor. Mientras camina, acaricia su camafeo y susurra “No debes correr, no debes trotar, camina firme y así llegarás, pero si algún día encuentras el mal, acaricia sus alas y aparecerá”.




-      No sé qué haces con la bici, hermanita. Otra vez fallan los frenos.- Mai Ann, con una sencilla camisa del ejercito maoísta, da de cenar a sus hermanos pequeños.
-      Ten cuidado. – dice dándo y rápido beso a Cao Li.
-       Claro.

El muchacho pedalea por las húmedas y estrechas calles de aquel miserable suburbio del lujoso distrito de Pudong. Al llegar a la pequeña casa de comidas que separa la miseria de la modernidad, detiene la bici y da un silbido. Su primo Cheng aparece al instante, también en bicicleta.

-     ¿Necesitamos que venga alguien más? Todos en el restaurante están pendientes.
-      Gracias – asiente sonriendo Cao Li.- Creo que no.

Pedalean por las abarrotadas calles de Pudong, mientras otros ciclistas se les van uniendo. Una decena de caballos alados se concentran en las inmediaciones de la Torre Jin Mao.



20141016 Historia visible e historia oculta.

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