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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

domingo, 31 de mayo de 2015

Proceso Vital de los Indifercios

Cómo superar una ruptura sentimental con 9 sencillas pautasExisten unos pequeños seres que nacen en las grietas de las relaciones rotas.

Como musgo transparente, aparecen un día, y se expanden sin cesar por la fisura creada de manera repentina, cubriendo sus paredes putrefactas por acción del abandono.

Es la indiferencia la que da origen a su nombre. Como hongos microscópicos se reproducen alimentados por el desamor, hasta que la grieta se hace más profunda. Y entonces, salen de sus escondrijos.

Un día Clara se preguntó por qué lucía distinta. Por qué oscuras cuencas se habían instalado bajo sus ojos. Tal vez se sorprendió de dejar de oír su risa cantarina. Tal vez sospechó que de verdad algo le pasaba. O tal vez solamente pensó que tenía un mal día.

Los indifercios no son perceptibles al ojo humano. O, al menos, no a la vista de un ojo inexperto. Como parásitos que son, escapan de las grietas en las que viven y vuelan por el aire en busca de su huésped. Aquella persona olvidada sobre la que puedan posarse y crecer gracias a su confusión y su dolor.

Si pudiésemos verlos, nos parecerían semillas de la flor de un diente de león, volando en equipo desde su cuna rasgada.

Con la seguridad de conocer su destino, emprenden un día el vuelo como las aves migratorias hacia destinos nunca visitados. Como las tortugas vuelven al cabo de los años a desovar en la playa que las vio nacer.

Si. Los indifercios llevan grabado en su ADN el lugar al que deben dirigirse. Sin el mínimo margen de error. Pues solamente esa persona abandonada fue la causa de su nacimiento.

Así que, el día en que, como un pequeño enjambre invisible, los indifercios rodearon a Clara, ella ni siquiera imaginaba que Germán había decidido desaparecer de su vida.
No le fue posible oír el crujir que dio origen a la grieta. Nunca sospechó que él decidera acabar con la relación que le unía, cada vez más, a aquella mujer hermosa, alegre, que amenazaba con instalarse en su corazón.

No. Clara no contaba con aquello. Y fue así, de repente.

Germán dejó de contestar a los mensajes, y a las llamadas. “Estará ocupado” decía ella, al principio.

Pero los indifercios llegaron volando hasta Clara. Se agruparon junto a sus sienes, sobre su pecho, en la boca de su estómago. Como una mala plaga, poco a poco, se extendieron por toda su piel.

Clara ganó en palidez a medida que cientos de pequeños indifercios se iban apoderando de su cuerpo. Apenas medían unos milímetros. Pero cientos de milímetros transparentes como medusas cubrieron a la bella Clara, sin se diera cuenta.

Como puntillas punzantes bailando, alrededor de sus cuerpos gelatinosos, los indifercios hundieron sus miles de patas sobre la delicada piel de su huésped, adhiriéndose a ella sin posibilidad de separación, para formar parte indisoluble de su ser.

Clara nunca confesó que había empezado a preguntarse por la causa de su silencio. Pero al cabo de unos días, o más bien de unas noches, comenzó a abrazarse a la almohada y a emitir profundos suspiros.

Con cada uno de ellos, los indifercios hundían aún más sus apéndices libadores. Esos que llevaban enroscados bajo su cuerpo invisible y despliegan una vez parasitan a su víctima. Se beben la esperanza y siembran necesidad y nostalgia, a la vez que hacen desaparecer el rubor de las mejillas.

Clara veía aparecer en las cuencas de sus ojos, suaves lágrimas que se derramaban sin causa aparente, y cambiaban la suave tonalidad del bajo párpado por un tono morado intenso.

Apenas había reparado en su pérdida de peso. Los indifercios en su estómago podían triplicar tu apetito o hacerlo desaparecer, pues no es la comida del huésped lo que les hace vivir, sino la ansiedad instalada ahí. Justo bajo el diafragma.

No había advertido su delgadez hasta que aquel vestido verde le resbaló por los hombros. Clara se quedó mirando al espejo, que le devolvió un medio cuerpo blanquecino que no reconoció como suyo. Dirigió su mirada al suelo. Hacia aquel trapo arrugado que había sido su vestido favorito. El que llevaba puesto el día de su primera cita con él.

-Me siento atrapado por tu belleza – dijo Germán con sus ojos claros brillando a la luz de una pequeña vela.

Ella no le quería entonces. Aún no le amaba. Se sentía atraída por su misterio. Pero se dejó besar.

Los suspiros y las lágrimas acudieron de nuevo ante su imagen reflejada. Clara miró largamente al espejo. Se preguntó dónde estaba la mujer que había acudido a aquella cena.

La mujer alegre, exuberante. La mujer decidida y hermosa que solía comerse el mundo.
Diño una patada al vestido, que se deslizó por el suelo hacia un rincón. Clara respiró de manera profunda. Como si con aquella patada pudiera alejar también su recuerdo.
Cientos de indifercios se retorcieron con aquel gesto, desclavando sus agujas de la suave piel de la muchacha.

Miró de nuevo la superficie pulida que le devolvió su imagen, palpando su rostro, reparando por primera vez en sus cuencas oscuras, en sus pómulos prominentes, en su sonrisa perdida.

Buscó en el fondo de sus ojos su orgullo perdido. Y allí lo encontró. Ultrajado. Abandonado. Encogido.

-Ya basta- se dijo. Y tan solo con esas palabras, la voluntad se instaló en su mente y el color en su piel.

Se enfundó un ceñido vaquero y una cómoda camiseta, pellizcando sus mejillas y colocando coqueta sus cabellos sobre su rostro y sus hombros. Subiéndose a sus tacones, empolvó su rostro y coloreó sus labios. Una Clara renovada asintió aprobadora desde el otro lado del espejo. Aquellos pequeños seres continuaban retorciéndose sobre sus cuerpos gelatinosos.

Nunca se preguntó de dónde salió aquel brillo repentino de “setevespléndida” que lucen aquellas personas a las que les van bien las cosas.

No. Eso no era importante.

Solamente los expertos saben que los indifercios son alérgicos al orgullo y la determinación, y que sus cuerpos se tornan colágeno de aloe vera cuando el desamor abandona a sus huéspedes.

20150517 Bestiario



Desprendimientos

Hace frío aquí. A pesar del sol radiante de este otoñal mes de mayo. A pesar de tu grueso anorak de plumas. Ya lo imaginabas. Los seis grados que marcaba esta mañana el termómetro en el moderno hotel de El Calafate te hicieron adivinarlo. A ochenta kilómetros tendrías varios bajo cero.

Hacía años que querías venir. Eso le dijiste a aquella preciosa muchacha rubia que conociste en Rosario. Ella se enamoró de tu tristeza, y tú de su clara mirada. Te prendaste de su ilusión, de su juventud y de su alegría. Tres cosas que habías olvidado.
Pensaste que aquello duraría lo que el bourbon del fin de semana. Pero ella te buscó en Buenos Aires. Te ayudó con los permisos de trabajo y con los viajes fotográficos. Se instaló en tu casa y en tu cama. Llenó tu vida de música y sonrisas. Angélica se coló en tus planes y organizó la expedición a Patagonia. Hacía años que querías venir. Y por fin había llegado el día.

Ajustas el objetivo de tu cámara acercándola a tu mejilla. Disfrutas de los reflejos azules y verdes de la luz sobre el hielo. Disparas unas cuantas veces, sabiendo que el papel restará belleza al original. Separas la cámara de ti, y respiras profundamente.

Crees oír un crujido. Las voces de los turistas en el barco, levantando sus dedos y su emoción, te ponen sobre la pista de la gran grieta. Y así, ante tus ojos, el enorme glaciar comienza a desprenderse de una parte de sí mismo.

Se abre. Se rompe. Se deja acariciar por el sol para ser herido. Para deshacerse y ser engullido por el mar.

Reconoces ese dolor. Escondido tras tu cámara, la humedad escapa de tus ojos. Temes que tus lágrimas se conviertan en hielo. Como tu corazón.

Recuerdas aquel día en el pequeño Café Murillo, en Madrid. Jugabas con un pequeño terrón de azúcar. Raspabas con tus uñas su superficie compacta, deshaciéndolo entre tus dedos. Roto de dolor. Llevado por los nervios. Sin poder evitar que aquellos granos dulces y blancos se precipitaran hasta el suelo. Como las esquirlas de un glaciar blanco deshaciéndose con cada palabra que salía de aquella boca amada.

-Ya no te quiero, Alex.- Marina hablaba con la frialdad de una mañana cualquiera en Calafate.
-Tonterías. Estás cansada- Contestaste. Le hablaste como de costumbre. Con la seguridad que siempre has tenido de que nada puede salirte mal. Levantaste la mano para avisar al camarero mientras decías - ¿Quieres otro café?
-Alex, estoy con otro.

Las palabras te atravesaron como puñales. Deshaciéndote. Rompiéndote. Como aquel terrón. Como el gran glaciar, resquebrajándose para hundirse en el océano.

Quieres recordar su mirada en aquel momento, pero no puedes. Una única imagen te queda de ella. Esa que ahora se interpone como un mal sueño entre el Perito Moreno y tú.
Las olas provocadas por el hundimiento del hielo balancean el barco. Tu estómago se revuelve y recuerdas la nausea en el pequeño café Murillo. El hielo de su voz atravesándote el alma. Los años y sueños compartidos desde la universidad hundiéndose en la negrura de la nada.

Y no. No recuerdas su mirada. Te sujetas firmemente a la barandilla del barco. Le miras. Al gran bloque azul. O verde. Y entonces la ves.

Marina.

Su boca torcida. Sus ojos volteados. Su frágil cuello roto entre tus manos. Su voz quebrada exhalando un último aliento que no llegó a convertirse en palabras.

-Fernando, ¿Disfrutás?

A tu espalda la clara voz de Angélica aparta la niebla de tus tristes pensamientos. Te giras, ofreciéndole una débil sonrisa. Te sorprende la facilidad con la que te has acostumbrado a tu nueva identidad.

-Hola preciosa – contestas, tomándola por la cintura. Angélica rodea tu cuello con sus manos y roza suavemente tus labios. El contacto de su fría nariz con tu nariz te devuelve a la realidad de un amor on the rocks.
-¿No pensás que es grandioso? – la chica pregunta con orgullo dirigiendo su mirada al Gran Perito.

La miras, queriendo adivinar sus sentimientos. Preguntándote si será capaz de colgarse del cuello de otro. El sol se cuela entre sus pestañas devolviendo tu propio reflejo en sus ojos. Te mira. Sonríe. Se vuelve a acercar y la besas como si llevaras meses en el desierto y bebieras de un fresco manantial. Decides que no. Que Angélica es tan de verdad que nunca te haría eso.

La separas y te devuelve una sonrisa enamorada.

-¿Tenés suficientes fotos? – la joven desliza sus dedos por la cinta de tu canon, paseando sus yemas sobre las letras del logo de la National Geographic.
-Ven- Le dices, colocándola junto a la barandilla del barco, haciendo una ráfaga rápida. Angélica posa coqueta y tú ríes complacido.

El gorro azul con borla en la punta esconde apenas sus bucles dorados y se confunde con la enorme pared a su espalda. El barco se acerca prudentemente al gigante.

-¿Angélica? – Una voz a tu espalda interrumpe la sesión. Te vuelves para descubrir a un  joven atlético, enfundado en un grueso anorak. Su cara está parcialmente cubierta con un gorro bastante calado y unas enormes gafas de sol.

Angélica muda su rostro y pasa de la sorpresa a una débil mueca de dolor. Inmediatamente recupera su fresca sonrisa.

-¿Ernesto? – El joven se quita las gafas y el gorro y abre los brazos, y Angélica salta a su regazo, mientras él da vueltas haciéndola volar en el aire.

Durante unos minutos, te sientes como un convidado de piedra, observando cómo se quitan la palabra de la boca alternando las frases con nuevos abrazos.

-Hola. Fernando García- dices interrumpiéndoles y tendiendo la mano al chico, que te devuelve el saludo con un fuerte y campechano apretón.
-Disculpa Fernando – se apresura a decir Angélica- Este es Ernesto, somos amigos desde niños. Marchó a estudiar a los Estados Unidos y… ¿pero cuándo volviste? ¿Por qué no me llamaste?

De nuevo palabras y risas, les llevan a sentarse. Sus manos enguantadas permanecen unidas. El hielo vuelve a crujir.

Y entonces lo sabes.

Esquirlas blancas ruedan por la fría superficie del glaciar, como rodaban los granos de azúcar entre tus dedos en el lejano café Murillo. Se desprenden de aquella pared para clavarse como fríos puñales en tu corazón enfermo.

Levantando tu mirada al Gran Perito, te devuelve de nuevo el rostro de una Marina sin vida. Su boca torcida y sus ojos volteados, su último aliento sin poder convertirse en palabras. Pero ya no es Marina.


Unos bucles dorados enmarcan aquel rostro, y piensas lo bella que estará Angélica entre tus manos. Cuando su boca torcida quiebre su hermosa y clara sonrisa.

20140511 Segunda Persona.

Miniaturas

Una mujer sonreía mientras arqueaba su cintura hacia atrás. La cuchara de palo, se acercaba a sus mejillas, esgrimida certeramente por la figura femenina vestida de negro, a pesar de la venda sobre sus ojos.

A su alrededor, hombres y mujeres danzaban tomados de la mano, haciendo girar el corro de la gallinita ciega.

Con milimétrica precisión, el fino pincel colocó un rubor sonrosado en los rostros de todos ellos, que cobraron un aspecto más lozano a través del grueso cristal.
Las firmes y expertas manos apartaron la enorme lupa. Con unas pinzas, tomaron la fina aguja, para colocar el alfiler bajo el microscopio.

-Perfecto- dijo Mariola, sonriendo.

La escena, aumentada, se mostraba lo suficientemente imprecisa para imaginar que aquellos hombres y mujeres danzaban ante ella y se reían realmente. La mujer más a la izquierda le dirigió una mirada y le guiñó un ojo.

Casi podía oír sus voces, si no fuera por aquel sonido que hacía unas semanas se había instalado en su cabeza.

Mariola pinchó el alfiler en un diminuto cojín de terciopelo, y colocó sobre él una cápsula de cristal, en cuyo extremo superior había una lupa de gran aumento. Un soporte de metacrilato, como los que sostienen las probetas en los laboratorios, esperaba a la nueva creación, que se unió a El Pelele, El Quitasol y las dos Majas.

El tintineo de las campanillas sobre la puerta hizo girarse a Mariola. En la entrada de su pequeño taller, había un hombre joven, de unos treinta y tantos años. Vestía vaqueros gastados y una cazadora de cuero marrón. En su mano, las llaves de un bmw y una pequeña caja de cartón.

-Buenos días- Dijo el hombre, a la vez que daba un paso para entrar en la estancia.
La puerta, se cerró a su espalda, y apagó el efecto contraluz, por lo que Mariola pudo ver su mirada de ojos grises y su tez dorada.

-¿Es este el taller de Mariola Valverde?

En un gesto instintivo, Mariola se sacó la goma del pelo dejando que sus bucles rodaran sobre sus hombros a la vez que se acercaba a su visitante con la mano extendida.

-En efecto- contestó, estrechando la mano del joven.

El contacto con su piel, dura y suave tuvo el efecto inmediato de agudizar el zumbido en su cabeza. Llevándose la mano libre a la sien, continuó:

-Soy Mariola. Y ¿usted es…?

-Soy Juan Elegido Millán- Contestó, mostrando una amplia sonrisa, a la vez que tiraba de su mano para acercarse y darle dos besos.- No me esperabas, ¿verdad?
Mariola sintió una punzada de enojo cuando notó el rubor de sus mejillas. Aquel hombre se había puesto en contacto con ella a principio de mes, para solicitarle un trabajo y no habían parado de chatear a diario.

-Te envié tu encargo hace una semana.

-Lo sé.

Nunca habían hablado de un encuentro. El chico le preguntó por la posibilidad de pintar un cuadro en la cabeza de una cerilla. “El violinista callejero”, escribió. “Te envío la imagen por internet”. Encontró fácil el encargo. Tenía mucho trabajo pero no le costó hacerlo. Había enviado cientos de currículos e imágenes a esa dirección desde la que ahora recibía mensajes. No era cuestión de tener esperando a un cliente tan imporante.
Hizo un repaso mental de su aspecto. Unos amplios pantalones de lino y una camiseta de rayas, alpargatas y delantal blanco. Las manos descuidadas, gastadas por efecto de los disolventes. La cara limpia, sin restos de maquillaje. Solo su juventud podría jugar a su favor en este momento.

-Vaya, así que tú eres el famoso sobrino- dijo ella, intentando reponerse- Cuánto honor. Si hubiera sabido que el administrador del Museo del Profesor Max venía verme habría ordenado un poco esto…

Juan Elegido Millán, el verdadero, fue un médico y periodista que alcanzó la fama en los años sesenta y setenta por dedicarse al mentalismo y a la hipnosis, bajo el nombre de El Profesor Max. Durante sus viajes por el mundo reunió una interesante colección de objetos diminutos, que hoy se exponían en las casas museos que sus familiares habían abierto en Mijas, Alicante y Guadalajara.

Su sobrino y tocayo Juan Elegido, regentaba la Casa Museo de Brihuega. Para una miniaturista de profesión, era un honor el interés que había mostrado el chico. Su voz entusiasta la sacó del ensimismamiento.

-¿Bromeas? Es auténtico. Un verdadero privilegio ver el lugar donde trabajas- El joven se paseó por los distintos mostradores de trabajo y descubrió el soporte de probetas.- ¿Es la colección sobre Goya que estabas acabando?

-Sí- dijo Mariola acercándose a él - Queda solamente El Columpio.

Juan se sentó en el taburete de trabajo y dedicó unos instantes en completo silencio a observar las pequeñas cápsulas.

-Son magníficos. ¿Son para un particular?

-Sí- Es una pena. No los volveré a ver.

-¿Te gustaría hacer una exposición temporal en el Museo? Podríamos documentarla y tendrías ese recuerdo. ¿Tienes tiempo antes de entregarla?

Mariola se sintió instantáneamente halagada.

-¿En serio? Sí, creo que sí. No creo que mi cliente pusiera problemas y además…
El chico no la escuchaba.

-¿Cómo te has sentido haciendo esto con la obra de Goya?
Mariola le miró.

-¿Cómo? ¿Qué quieres decir?- El joven se quedó mirándola profundamente a los ojos- Mariola entendió- No sé. Muy cerca. Tengo un zumbido en los oídos- Mariola tragó saliva. Se quedó pensando. El silencio sostenido hizo que el sonido en su cabeza cobrara de nuevo protagonismo.- Tuvo que ser muy duro para un gran artista como él. La sordera le obligó a renunciar a su puesto de director de pintura en la Academia de San Fernando- De nuevo silencio- Oye, ¿a qué viene esto? ¿No serás mentalista como tu tío?

Juan sonrió para sí mientras abría la cajita de cartón que había mantenido todo el tiempo bajo el brazo.

-Mira- dijo- Esto es lo que me ha traído hasta aquí- Extrajo una cajita de cristal, del tamaño de una caja de cerillas, con una gran lupa en su tapa. Ambos se asomaron a mirar, acercando demasiado sus frentes, rozándose casi con la nariz.
Ante sus ojos se encontraba la famosa pieza del Museo. La Última Cena de Leonardo, pintada sobre un grano de arroz.



-Me encanta- Dijo la chica. Me quedé enamorada de ella cuando visité la Casa Museo en Brihuega.

-Quiero que la restaures- Mariola se sintió de nuevo agasajada.- Ha perdido el contorno de las figuras  y los colores.

-Sin problemas.- Contestó la joven sin poder quitar la vista sobre ella.- Será un honor.
El hombre la miró de nuevo.

-¿Has ido al médico? – Por el zumbido, digo.

-Sí. Me hicieron una audiometría. También he ido al neurólogo. No tengo nada.

-¿Me permites?- El chico se acercó a ella tomándola de la barbilla con sus dedos, sin apartar la vista de sus ojos.

-Pero, ¿qué? – dijo ella retirando la mano, a la vez que daba un paso hacia atrás.

-Así que Goya renunció a su puesto… continuó el hombre… y ¿a qué estás renunciando tú, gran mujer, rodeada de cosas pequeñas?

-¿Qué? ¿Cómo te atreves? – contestó ella azorada…

-Perdona, perdona, soy un torpe- Parecía de verdad arrependido. Cabizbajo y en silencio, metió de nuevo la cajita de cristal en la otra, mayor, de cartón, empujando ambas hacia el centro de la mesa- En fin, te dejo esto. Piensa en un precio, por favor, y en la exposición temporal…

-Espera…

La espalda de Mariola se recostaba incómodamente en la estantería en la que guardaba todas sus pinturas. No sabía qué quería decir. Se sentía incómoda, fuera de lugar en el pequeño y antiguo local que había sido su refugio durante años. Sin poder apartar su mirada del suelo, se sorprendió al realizar la pregunta:

-¿Qué has querido decir?

No quería que se fuera. De repente recordó todos aquellos emails en los que le contaba cómo había aprendido su profesión. Las vacaciones en Samarcanda y el amor por aquella tierra descubierta bajo los reflejos del sol rebotado en los azulejos turquesas de las madrazas. La incomprensión de sus amigas y de su familia al renunciar al regreso, y las largas jornadas de aprendizaje junto al anciano de Bujhara. Uno de los más prestigiosos miniaturistas uzbekos. Se enamoró de la paciencia, del rigor, y la constancia. Se enamoró del tiempo detenido y se olvidó de la vida.

-Mariola, tú me hiciste venir hasta aquí. Tal vez para recordarte que fuera es primavera.

-¿Qué?

Se arrepintió de la intimidad creada con aquel desconocido, y se preguntó quién era y a qué había venido.

-Mariola, me enviaste el cuadro sin el violinista.

-¿Qué estás diciendo?

-Sí. Pensé que era una broma. Estaba la escena entera. Sin el violinista.

-Pero, ¿de qué estás hablando?

Juan la interrumpió.

-Pensé que era una broma. Que querías que viniera a verte. Todos aquellos mensajes repletos de imágenes e historias increíbles… no sabía si era una estrategia para destacar del resto o era otra cosa. Tenía que conocerte.

El hombre apoyó sus nudillos en el taburete, suspirando, ante la mirada atónica de la chica, que no podía pronunciar palabra.

-Y sí, mi tío me dejó en herencia algo más que el Museo… Ven.


La tomó del brazo y la puso frente a un espejo. Agarró una de las enormes lupas de trabajo, colocándola entre ella y su imagen reflejada. Ante él, Mariola sintió cómo el zumbido en su cabeza se iba convirtiendo en un grave acorde arrancado de cuerdas que lloran y ríen. En lo más profundo de su oscura retina, a lo lejos, Mariola pudo ver la imagen del violinista afinando su violín.



20140502 Historia Minúscula.

Arpa

Tensaron las cuerdas de la arpa para dar inicio al gran espectáculo del irco.


20150424 Micros.

Punto de vista

Pronunció todas aquellas palabras mágicas que desde pequeño le habían enseñado. 

Pero la puerta no
se abrió. 

El pomo estaba del otro lado.


20150424 Micros.

Si no es...

Finge que no es de Egipto
si no es...

Conde que es noble y no lo oculta
si no es...

Pera que es dulce y no larga
si no es...

Telar que teje y en el cielo no brilla
si no es...

Peso que solo mide y no oscurece
si no es...

Tanque que no alberga peces sino guerra
si no es...

20150424 Micros

La insoportable sequedad del ser

Mareas, cascadas,
saltos, torrentes.

Lagos, ríos,
cuencas y afluentes.

Arroyos, riachuelos,
manantiales, fuentes.

Charcos, chorros, grifos,
agua corriente.

Gotas, rocío,
vapor astringente.

Papel secante.
Paño absorbente.

Sequía, desierto,
polvo axfisiante.

Estío, arena,
fuego de repente.

Tierra yerma.
Cal Viva.

No vida.
Muerte.

20150424 Micros

Sobrepeso

Se tragó su orgullo y tuvo que hacer dieta el resto de su vida. 



20150424 Micros

Uvieron amores y desamores

Cuando hubo, vino la uva.
Cuando hubo uva, hubo vino.
Cuando no hubo vino, vino la uva, y hubo.
Cuando no hubo, la uva no vino.
El uvo no vino y fué mala la uva.
Hubo mala uva y hubo mal vino.

20150424 Micros.

Sin salida

Atraído por ese camino, lo tomó, con la valiente determinación con la que emprendemos un sueño. 

Ignorando que, muchos de ellos, no conducen a ningún sitio.


20150424 Micros.

Horizonte


Se preguntó qué hacía allí, si nadie lo había dibujado. Así que decidió borrarlo, y el cielo se desplomó sobre la tierra.


20150424 Micros.

La gota que colma

El vacío de tu ausencia se llenó de rencor hasta desbordar la presa de mi paciencia. 





20150424 Micros.

Susto

Juan Sin Miedo abrió el periódico y salió corriendo.






20150424 Micros.

Adios

Guiño un ojo, cómplice, a su propia imagen, despidiéndose así de su existencia.



20150424 Micros.

Duda

Se preguntó por qué nadie le quería. Pero lo que de verdad ignoraba es que no se dejaba querer.

20150424 Micros.

El pianista

Tocaba con sus manos como alas de mariposa, y, a veces, con su palabra, sutilmente las teclas de mi herida vanidad.

Pero fueron sus labios los que arrancaron la épica sinfonía de entrega que surgió desde lo más profundo de mi alma.

20150424 Micros


La rueda

Un semicírculo de rotulador amarillo, rodeado de amarillos rayos que salían de su cuerpo, comenzaba a levantarse en el cuadriculado mundo de Erbert.

A medida que iba ascendiendo, alejándose de la fría espiral de acero, la oscuridad se desplazaba hacia el este. Unos ojos bondadosos y una espléndida sonrisa se dibujaban en el rostro del astro rey, a la par que sendas manos salían de algunos de sus rayos para desperezar a Inti.

En la parte inferior de la página de aquel día, cuatro líneas verticales sostenían un estirado cuadrilátero en el que sobresalía la cabeza de Erbert. 

A Erbert, le gustaba dormir boca arriba, con sus delineados brazos sobre la sábana y el embozo, que, con una delgada línea vertical, se dibujaba sobre la cama.

Erbert era un personaje palote. Sí, de esos que se dibujan con un círculo para la cabeza, un palo para el cuerpo, otros dos para los brazos y dos eles para las piernas y pies.
Ser un personaje palote tenía sus ventajas. El mundo era sencillo y no hacía falta muchas complicaciones para entenderlo.

La oscuridad todavía rodeaba aquella parte de la hoja, y sobre la cabeza de Erbert se dibujaba una hilera de zetas que volaban y se perdían en la imaginada habitación.
Un inesperado pitido surgió de la nada, elevando a la letra P seguida de una multitud de íes que la seguían por todo el cuarto.

Erbert abrió los ojos y se incorporó de un salto en la cama dando un golpe certero con su mano al loco despertados que saltaba sin cesar. Erbert, sostuvo ante sí aquel círculo dividido en dos mitades por dos agujas que parecían una sola.

-Las seis – dijo Erbert, restregándose los ojos con sus manos de pinza. Seguidamente estiró sus brazos, mientras en su cara se abría un enorme círculo.

Erbert salió de la cama y puso sus pies sobre el frío suelo de cuadrícula, a la vez que consultaba su libreta, una pequeña réplica de su mundo, con una espiral a la izquierda sobre la que Erbert deslizaba las hojas.

-Miércoles. – y encontrando la página indicada anunció: – Presentación en Londres a las “ten o´clock”.

Erbert volvió a bostezar y comprobó, con un rápido vistazo a su izquierda, que la noria ya se había puesto en acción.

Como cada día, Erbert entró en la rueda y comenzó a caminar, poniendo cuidado en colocar sus pies de palote en cada uno de los travesaños de aquella suerte de escalera circular doblada sobre sí misma, que giraba sin parar.

Mientras Erbert caminaba y caminaba, como un pequeño roedor, a su izquierda se iban dibujando las escenas de aquel día.

Primero la ducha. Luego elegir el traje que llevaría. La raya diplomática iría bien con el espíritu inglés, se dijo. A continuación, se encontraba haciendo cola en el control del aeropuerto. Abrió sus brazos en cruz, mientras el agente le inspeccionaba, y esperaba pacientemente que su maletín pasara por el escáner. Finalmente, se encontró sentado en el avión, mirando por la ventana cómo éste flotaba sobre un mar de nubes, que adoptaban formas caprichosas para deleite de Erbert.

Y así, Erbert continuó caminando y caminando en su rueda, adivinando si la nube mariposa se convertiría en cocodrilo, hasta que un sonido llamó su atención.

A su derecha, acercándose a la gran noria, rugía el motor de un pequeño automóvil descapotable de color rojo. Erbert lo miró, y seguidamente el coche se puso a dar vueltas alrededor, soltando pequeñas nubes acompañadas de grandes hileras de letras “r”, por su tubo de escape.

Erbert miró el coche con curiosidad. Era precioso, pero más aún su conductora, una chica guapísima con enormes ojos negros y largas pestañas, que le sonreía con sus pequeños labios en forma de corazón.

La chica conducía rápidamente, y su cabello de rotulador amarillo, como los rayos del sol, flotaba horizontalmente a causa de la velocidad.

Los ojos de Erbert saltaron de sus cuencas unidos a gruesos muelles de colchón, a la vez que su pulso cardiaco se aceleraba. Su corazón se había calzado unas modernísimas zapatillas de running para escaparse de su pecho… aunque Erbert consiguió agarrarlo in extremis.

-¡Hola! – Dijo la chica mientras detenía el descapotable junto a la rueda de Erbert.
Erbert, confundido, miró a su izquierda, delante y detrás, pero solo vio la ventanilla del avión y decenas de cabezas de personas palote en sus asientos, atareadas con sus periódicos, portátiles, o simplemente dormitando.

La nube junto a la ventanilla adoptó la forma de dedo índice para indicar a Erbert que se refería a él.

-¡Hola! ¿Me oyes? – dijo de nuevo la chica.
-Hola… - contestó tímidamente Erbert. El cabello de la chica había caído sobre su frente formando un gracioso flequillo que se retiró dulcemente con su mano de pinza, mientras pestañeaba un par de veces. Erbert tragó saliva y un pequeño círculo se formó para subir y bajar por su cuello de palote. - ¿Te refieres a mí?
-Sí, a tí… - contestó alegremente la chica. - ¿A dónde vas?
Erbert se quedó pensando un momento y sobre su cabeza se dibujaron unas pequeñas nubes que se iban haciendo mayores hasta que, en la más grande, Erbert se vio consultando su agenda. En la página del miércoles, aparecía dibujado el Big Ben.
-Voy a Londres – Contestó Erbert mientras las nubes sobre su cabeza desaparecían. - ¿y tú?
-A Hong Kong – dijo la chica.
-¿A dónde? – preguntó de nuevo Erbert.
-A Hong Kong – repitió ella - ¿quieres venir?
Erbert miró por la ventanilla del avión que ya sobrevolaba la ciudad londinense.
-No puedo. Voy a aterrizar en Londres…. Pero, ¿cómo vas a ir a Hong Kong en coche?
-Y ¿cómo vas a ir tú a Londres en una rueda de hámster? – le dijo la chica.
Erbert se rascó la cabeza con su mano de palo. “Esto es muy raro”, pensó.
-Y ¿por qué quieres ir a Hong Kong?
-Porque ya estuve allí, pero no pude ver el templo de los diez mil budas… ¿Tú has estado en Hong Kong?
-No – dijo Erbert. – Diez mil budas son muchos budas. ¿Por qué quieres ir a ese templo?
-Porque un día soñé con él – dijo la chica agachando un poco la cabeza, pensativa.
Erbert sospechó que tal vez la chica tuviera algún secreto. Le encantaban los secretos. De repente, comenzó a ponerse nervioso por que aquella chica preciosa parecía haber entristecido y, además, estaba a punto de aterrizar en Londres, por lo que se le acababa el tiempo.
-Oye, ¿quieres saber algo de los budas? – dijo Erbert.
La chica abrió mucho sus enormes ojos negros y volvió a pestañear.
-¡Claro! – contestó entusiasmada.
-¿Sabes por qué los budas tienen las orejas tan largas? - Enunció Erbert, con el tono más intrigante que supo poner. – las orejas grandes de los budas indican que tienen una enorme capacidad de escucha. Puedes contarles lo que quieras, que siempre te van a escuchar…
-¿En serio? – La chica se puso de pie en el coche, apoyando ambas manos en el parabrisas. Erbert, pudo observar mejor su cuerpo redondeado en forma de ocho y la corta falda que caía sobre sus piernas-. ¡Cuéntame más!
-No puedo, voy a aterrizar. Pero vuelve mañana. ¿quieres que vayamos a cenar?
-¡Claro! Mañana te veo. Dame tu número por si ocurre cualquier cosa.
Mientras Erbert hacía volar una de sus tarjetas, el avión botaba en la pista de aterrizaje, lo que le dificultaba el equilibrio dentro de la rueda. Cuando volvió a sujetarse bien, la chica había desaparecido entre nubes y letras “r”.

A la izquierda de Erbert, y, acompañando su caminar, se dibujaron las escenas cotidianas de la ciudad de Londres, la presentación ante los clientes ingleses, un sándwich frío en el aeropuerto, y de nuevo la ventanilla del avión, de regreso. Esta vez, estaba oscuro, y Erbert no podía adivinar las formas de las nubes.

Erbert se bajó de la rueda, y, quitándose su traje de raya diplomática, se metió en la cama. Alargando su brazo hasta la esquina inferior derecha de la página, Erbert agarró la hoja de cuadros y se tapó con ella.

Esa noche, Erbert soñó con la chica del descapotable. Venía a buscarle con un apretado vestido color rojo, en su pequeño y rojo bólido, mientras le lanzaba besos en forma de corazón. Dentro de la nube que seguía a las zetas del sueño, Erbert se imaginó que cenaban sentados en una elegante mesa adornada con velas, brindando durante una interesante charla sobre el budismo. La chica llevaba a Erbert a casa y él la besaba apasionadamente mientras la abrazaba por su cintura de ocho, convirtiendo el instante en pura eternidad. Erbert tomaba a la chica conduciéndola hasta el interior de su casa, besando su cuello y apagando la luz.

De repente, el estruendoso sonido de un llanto irrumpió en la noche. La letra B, la U, y un innumerable ejército de Aes, despertaron a Erbert que encendió la luz de su cuarto.
Cientos, miles de capazos rodeaban los cuatro palos verticales que sostenían la cama de Erbert. De todos ellos salían cabezas de buda profiriendo el odioso sonido y las cuatro letras formando la palabra Buaaaa, Buaaa, Buaaaa…

Erbert, entró en pánico y miró a su izquierda. Pequeños cilindros envueltos en cabello de rotulador amarillo rodeaban la cabeza de la chica del descapotable rojo, que le miraba dulcemente, mientras pestañeaba de manera ostentosa.

-¿Qué ocurre, cariño? – le decía la chica, mientras acariciaba el enorme bulto que tenía en la barriga.
-Noooooooooooooo – gritó Erbert, a la vez que la nube que seguía a las zetas se desvanecía y la oscuridad era rota de nuevo por la letra P seguida de sus amigas las íes.
Sentado sobre la cama, Erbert sujetaba su corazón y respiraba agitadamente, poniendo sus pies en forma de L sobre la fría cuadrícula del suelo. Calmándose poco a poco, repasó en la pequeña agenda lo previsto en el día de hoy: Jueves: informes en la oficina.
Erbert se dirigió a la gran rueda, y, mirándola, entro en ella y comenzó a caminar. A su izquierda, se dibujaban poco a poco las escenas de ese día. Primero la ducha, el traje informal para acudir a la oficina, el taxi, el saludo a la recepcionista, el ascensor… ahora Erbert estaba sentado en su mesa. Miró el móvil y vio un mensaje de un número desconocido.

-¡Hola! ¿Qué tal tu viaje? Nos vemos hoy. Me apetece mucho. Amanda.

Erbert miró el móvil y marcó el número. A su derecha, se dibujó una gruesa línea negra junto a la que se veía a la chica del descapotable en su pequeño coche rojo. La chica accionó el manos libres.

-¿Si?
-¿Amanda? – balbuceó Erbert.
-¡Hola! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?


Erbert tragó saliva. Un pequeño círculo recorrió su cuello de palo de arriba abajo.
-Bien, ¿y tú? – Erbert notó como pequeñas gotas de sudor saltaban al vacío desde su cabeza.
-Muy bien, me hace mucha ilusión que me llames. ¿A qué hora te va bien que nos veamos?
-Pueeeessss…. Veráaasss… es que…..- Erbert sacó su agenda repleta y comenzó a pasar las hojas.- Es que no tengo mucho tiempo, esta tarde tengo un curso, mañana me levanto temprano por que viajo a Milán, y así todos los días…. La verdad, es que no sé cómo hacer…

La chica del descapotable imaginó a Erbert encerrado en una nube hojeando su agenda. Cada hoja que deslizaba por la espiral tenía una chica dibujada. Una era morena con el pelo largo, otra pelirroja con abundantes rizos, otra castaña con melena francesa…

-Entiendo.- dijo la chica.
-En serio, me es imposible…- volvió a balbucear Erbert, tragando de nuevo.
-Entiendo, no importa.- dijo la chica mientras lanzaba uno de sus zapatos de tacón a la nube que representaba a Erbert y la rompía en mil añicos.- No pasa nada, te enviaré una postal desde Hong Kong.- ironizó.
-Gracias – sonrió al otro lado Erbert, pero la chica ya había colgado.

Mirando al teléfono, numerosos tu-tu-tu-tu salieron de él. Erbert colgó.


Desde la rueda del hámster, Erbert caminaba y caminaba. A su izquierda, las imágenes cotidianas pasaban una tras otra. Erbert redactaba informes hasta el anochecer. Solo paraba de cuando en cuando para mirar por la ventana. Imaginaba que un descapotable rojo paraba frente a su oficina. Luego continuaba trabajando hasta que llegó la hora de bajarse de la rueda y se metía en la cama. Alargando su brazo hasta la esquina inferior derecha, Erbert agarraba la hoja de cuadros y se tapaba con ella mientras apagaba la luz.

20150322 Cuento de animación.