Era una hermosa mañana. Demasiado hermosa para dejar que
aquella mujer se la arruinara. El sol lucía y el mar parecía de plata desde
los cristales del elegante restaurante del Club Náutico.
Odiaba todo y a todos, pero todavía se estremecía cuando los
rayos del sol se posaban sobre él.
La camarera llenó su copa antes de dejar la botella en el
cubo repleto de hielo.
El Moêt sabía distinto aquel día. No le gustaba. No le
gustaba nada. Burbujas de mal presentimiento se elevaban a través del líquido
dorado y giraban en la superficie, ante su atenta mirada.
-¿Desea
otra cosa, señor?– Preguntó la mujer.
-Sí-
Contestó secamente- Traigame un whiskey. Solo.
- En
seguida, señor.
Oyó unos pasos a su espalda. Había transcurrido muy poco
tiempo para tratarse de la camarera. Esperó. Una peluca rubia con flequillo y
unas gafas de sol se interpusieron entre sus ojos y el mar. Eric, dejó su
mirada en el horizonte. No la miró.
-Llegas
tarde– espetó como único saludo. Elena no contestó. Apartó a un lado la silla
frente a él y se sentó.
La camarera apareció con el whiskey.
- ¿La
Señora tomará algo?
Elena miró la champanera con la botella de Moêt casi intacta.
-No,
gracias-, dijo, a la vez que llenaba con ella su copa. Estoy servida- Su voz
sonaba grave. Arrastraba las palabras como si pesaran toneladas. Como si
brotaran de un lugar lejano, olvidado, casi inexistente.
-¿A
qué vienen estas chorradas?– Eric hizo un gesto casi imperceptible con la
barbilla hacia la peluca y las gafas.
- En
esta ciudad todavía hay mucha gente que me conoce- Contestó Elena, cabizbaja y
con un hilo de voz- Además, ¿a tí que te importa?
Eric se levantó bruscamente y le arrancó las gafas de la
cara. Esgrimiéndolas fente a ella continuó:
-Óyeme,
cuida tus modales. Me debes mucho.
Elena, asustada, acomodó la peluca que se había ladeado con
el inesperado gesto. Echándose para atrás, habló de nuevo, casi con un susurro.
-Vaya.
Mira quién habla de modales.
Poco a poco, la mujer recobró la compostura. Apoyó los codos
sobre la mesa y bebió de nuevo, solo un pequeño sorbo, mientras apretaba,
nerviosamente, el tallo de la copa entre sus dedos.
Eric se sentó y arrojó las gafas sobre la mesa.
-Creo
que no hemos venido a hablar de protocolo- Dijo aflojando el impecable nudo de
su corbata.
Fijó su mirada en un velero que entraba en el muelle y bebió.
Apretaba los dientes a la vez que sus dedos alrededor del vaso de whiskey. Mil
y una vez había lamentado no seguir los consejos de su contacto en Bogotá.
-La
chica vive– Le dijo– Pero eso es algo que se puede arreglar.
En aquel momento se escandalizó. Habían pasado cinco años
desde la desaparición. Cinco largos años de búsqueda, de espera, de largas
noches de vigilia compartiendo el dolor de Ana, viendo cómo se deshacía en
llanto entre sus brazos.
Juan, el marido de Ana, era reportero en conflictos bélicos.
Había partido con su equipo hacia Colombia para negociar con la
guerrilla la liberación de unos compañeros de EFE.
A los pocos días se hallaron los cuerpos de dos de los
miembros de la expedición. No se sabía nada de Juan ni de Elena, la otra
superviviente.
Eric no sabía a quién más acudir. Había utilizado los canales
oficiales y los no oficiales, gastando ingentes cantidades de dinero. Estaba
arruinado. Literalmente. Sobre su prestigiosa
editorial pesaba una orden de embargo.
Fue entonces cuando se enredó en otros negocios. Menos limpios
que aquella tibia mañana.Pero salió a flote. Como las burbujas de su
caro champagne.
-No
te costará mucho- Continuó aquel hombre desde el otro lado del teléfono- Está
en Lima, tenemos gente allí que actuará por poco dinero.
-No,
no. No hay problema por el dinero– Decía Eric, entre sentimientos encontrados. La
inicial alegría por el hallazgo dio paso a un estremecimiento de pánico. Apartó
el teléfono de su rostro. Hacía tan solo unos días que Ana había aceptado su
eterna propuesta de matrimonio. Tan solo una decena de días había durado la
dicha. Eric se llevó de nuevo el teléfono al oído– No será necesario– continuó-
¿Qué hay del hombre?
-Creemos
que murió. Ella estaba embarazada cuando desaparecieron. La ayudaron a salir
del país con otro nombre.
-¿Quién?
-Alguien
que ya no importa. Tenía problemas y acudió a nosotros, vendiendo la
información, aunque no pudimos ayudarle. Encontramos la pista de la chica. Vive
modestamente en el distrito de Miraflores. Tiene una tienda de fotografía.
-Quiero
hablar con ella. ¿Es posible?
- Claro.
Hay algo más.
-El
niño. Creemos que es de él. Se llama Juan y es su viva imagen– Eric empalideció.
“Maldición”, pensó- Por eso pensamos que está muerto, no creemos que ella
renunciara a buscarle.
¡Mierda! Eric pensó si no hubiera sido mejor saberlo antes.
La mujer que amaba penaba por aquel hombre que la engañaba con su compañera.
¿Cómo no lo habían sospechado? Se mesó los cabellos mientras pensaba a toda
velocidad. No, era mejor dejar todo como estaba.
-Dejadla.
Quiero hablar con ella. Encárgate de hacer el contacto.
El sol entraba a raudales por el gran ventanal. La sombra de
la mujer se extendía sobre la mesa. Eric bebió de nuevo y dejó el vaso sobre el mantel golpeando con fuerza. Tenía que haber aceptado la propuesta de aquel tipo.
Dejar que el problema desapareciera. Miró a la mujer.
-¿Qué
quieres?, ¿A qué has venido?– Le preguntó, con desprecio- Teníamos un acuerdo.
¿Qué estás haciendo aquí?
Durante los dos últimos años se había encargado de ella y del
niño. Había comprado su silencio y no le había salido barato. Nada barato. Ella
no debía regresar.
-Quiero
que "Ella" se quede con el niño- respondió Elena.
-¿Quién?
-Ana.
Tu mujer.
Esta vez, Eric apretó con demasiada fuerza. El hielo rodó
sobre la mesa seguido del gran vaso y cubriendo de whiskey la blanca tela.
-¿Qué?
Debes estar loca...
-No.
No lo estoy. Te lo aseguro. – contestó ella sin inmutarse.
-¿Cuánto
quieres esta vez?
-Lo
que yo quiero tú no puedes dármelo.
La camarera acudió a cambiar el mantel. Depositó un nuevo
vaso de whiskey frente al hombre. Esperó un segundo unas simples gracias que
nunca llegaron. Elena miró fijamente a un Eric corrompido y despreciable. Esperó a que
la camarera se retirara.
-Tengo
leucemia- dijo.
Eric sostuvo la mirada de la mujer sin mover un músculo de la
cara. Agarró el nuevo vaso y agitó nerviosamente su contenido haciendo que los
hielos tintinearan
-Me
quedan tres meses de vida– Terminó de decir Elena.
El hombre se llevó la mano a la cabeza. Sujetó el puente de
su nariz con los dedos mientras cerraba los ojos. Al abrirlos miró a la chica.
-Yo
me ocuparé. No le faltará nada– Dijo.
-Tú
no lo entiendes.
-Ni falta que hace. No la verás. No te preocupes por el niño. Me ocuparé de todo. Yo
mismo le llevaré a ponerte flores al cementerio.
Elena clavó en el hombre unos claros ojos llenos de lágrimas.
Bajo su mano derecha, el impecable mantel recién extendido se arrugaba y se llenaba de la ira contenida
que no se permitía verter. Dos surcos de dolor empaparon su cara durante unos
eternos segundos. Tomando la servilleta, perfectamente doblada, secó sus ojos
pintando el blanco paño de rímel.
Impasible, Eric miraba de nuevo al horizonte. De pronto, Elena comenzó a reír nerviosamente. El hombre la miró. Su estómago le
advirtió de que algo no iba bien.
Eric se estremeció cuando Ana le puso su mano sobre el
hombro. El inconfundible perfume a flores blancas acompañó su voz, firme y seca.
Se giró hacia ella para encontrarse con la viva imagen de la ira. Nunca la
había visto así.
-Ana...- balbuceó.
-Elena
y yo hemos hablado esta mañana– Le cortó ella- Y tu abogado y el mío lo harán
esta tarde.
Con un seco ademán, la mujer deslizó la alianza que adornaba
su dedo anular y la soltó sobre el vaso de whiskey.
La nota prolongada de la
joya al chocar contra el hielo, quedó suspendida en el aire mientras ella alejaba.
20150406 Personajes.
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