Hace frío aquí. A pesar del sol
radiante de este otoñal mes de mayo. A pesar de tu grueso anorak de plumas. Ya
lo imaginabas. Los seis grados que marcaba esta mañana el termómetro en el
moderno hotel de El Calafate te hicieron adivinarlo. A ochenta kilómetros
tendrías varios bajo cero.
Hacía años que querías venir. Eso
le dijiste a aquella preciosa muchacha rubia que conociste en Rosario. Ella se
enamoró de tu tristeza, y tú de su clara mirada. Te prendaste de su ilusión, de
su juventud y de su alegría. Tres cosas que habías olvidado.
Pensaste que aquello duraría lo
que el bourbon del fin de semana. Pero ella te buscó en Buenos Aires. Te ayudó
con los permisos de trabajo y con los viajes fotográficos. Se instaló en tu
casa y en tu cama. Llenó tu vida de música y sonrisas. Angélica se coló en tus
planes y organizó la expedición a Patagonia. Hacía años que querías venir. Y
por fin había llegado el día.
Ajustas el objetivo de tu cámara
acercándola a tu mejilla. Disfrutas de los reflejos azules y verdes de la luz
sobre el hielo. Disparas unas cuantas veces, sabiendo que el papel restará
belleza al original. Separas la cámara de ti, y respiras profundamente.
Crees oír un crujido. Las voces
de los turistas en el barco, levantando sus dedos y su emoción, te ponen sobre
la pista de la gran grieta. Y así, ante tus ojos, el enorme glaciar comienza a
desprenderse de una parte de sí mismo.
Se abre. Se rompe. Se deja
acariciar por el sol para ser herido. Para deshacerse y ser engullido por el mar.
Reconoces ese dolor. Escondido
tras tu cámara, la humedad escapa de tus ojos. Temes que tus lágrimas se
conviertan en hielo. Como tu corazón.
Recuerdas aquel día en el pequeño
Café Murillo, en Madrid. Jugabas con un pequeño terrón de azúcar. Raspabas con
tus uñas su superficie compacta, deshaciéndolo entre tus dedos. Roto de dolor.
Llevado por los nervios. Sin poder evitar que aquellos granos dulces y blancos
se precipitaran hasta el suelo. Como las esquirlas de un glaciar blanco
deshaciéndose con cada palabra que salía de aquella boca amada.
-Ya no te quiero, Alex.- Marina
hablaba con la frialdad de una mañana cualquiera en Calafate.
-Tonterías. Estás cansada-
Contestaste. Le hablaste como de costumbre. Con la seguridad que siempre has
tenido de que nada puede salirte mal. Levantaste la mano para avisar al
camarero mientras decías - ¿Quieres otro café?
-Alex, estoy con otro.
Las palabras te atravesaron como
puñales. Deshaciéndote. Rompiéndote. Como aquel terrón. Como el gran glaciar,
resquebrajándose para hundirse en el océano.
Quieres recordar su mirada en
aquel momento, pero no puedes. Una única imagen te queda de ella. Esa que ahora
se interpone como un mal sueño entre el Perito Moreno y tú.
Las olas provocadas por el
hundimiento del hielo balancean el barco. Tu estómago se revuelve y recuerdas
la nausea en el pequeño café Murillo. El hielo de su voz atravesándote el alma.
Los años y sueños compartidos desde la universidad hundiéndose en la negrura de
la nada.
Y no. No recuerdas su mirada. Te
sujetas firmemente a la barandilla del barco. Le miras. Al gran bloque azul. O
verde. Y entonces la ves.
Marina.
Su boca torcida. Sus ojos
volteados. Su frágil cuello roto entre tus manos. Su voz quebrada exhalando un
último aliento que no llegó a convertirse en palabras.
-Fernando, ¿Disfrutás?
A tu espalda la clara voz de
Angélica aparta la niebla de tus tristes pensamientos. Te giras, ofreciéndole
una débil sonrisa. Te sorprende la facilidad con la que te has acostumbrado a
tu nueva identidad.
-Hola preciosa – contestas,
tomándola por la cintura. Angélica rodea tu cuello con sus manos y roza
suavemente tus labios. El contacto de su fría nariz con tu nariz te devuelve a
la realidad de un amor on the rocks.
-¿No pensás que es grandioso? –
la chica pregunta con orgullo dirigiendo su mirada al Gran Perito.
La miras, queriendo adivinar sus
sentimientos. Preguntándote si será capaz de colgarse del cuello de otro. El
sol se cuela entre sus pestañas devolviendo tu propio reflejo en sus ojos. Te
mira. Sonríe. Se vuelve a acercar y la besas como si llevaras meses en el
desierto y bebieras de un fresco manantial. Decides que no. Que Angélica es tan
de verdad que nunca te haría eso.
La separas y te devuelve una
sonrisa enamorada.
-¿Tenés suficientes fotos? – la
joven desliza sus dedos por la cinta de tu canon, paseando sus yemas sobre las
letras del logo de la National Geographic.
-Ven- Le dices, colocándola junto
a la barandilla del barco, haciendo una ráfaga rápida. Angélica posa coqueta y
tú ríes complacido.
El gorro azul con borla en la
punta esconde apenas sus bucles dorados y se confunde con la enorme pared a su
espalda. El barco se acerca prudentemente al gigante.
-¿Angélica? – Una voz a tu
espalda interrumpe la sesión. Te vuelves para descubrir a un joven atlético, enfundado en un grueso
anorak. Su cara está parcialmente cubierta con un gorro bastante calado y unas
enormes gafas de sol.
Angélica muda su rostro y pasa de
la sorpresa a una débil mueca de dolor. Inmediatamente recupera su fresca
sonrisa.
-¿Ernesto? – El joven se quita
las gafas y el gorro y abre los brazos, y Angélica salta a su regazo, mientras
él da vueltas haciéndola volar en el aire.
Durante unos minutos, te sientes
como un convidado de piedra, observando cómo se quitan la palabra de la boca
alternando las frases con nuevos abrazos.
-Hola. Fernando García- dices
interrumpiéndoles y tendiendo la mano al chico, que te devuelve el saludo con
un fuerte y campechano apretón.
-Disculpa Fernando – se apresura
a decir Angélica- Este es Ernesto, somos amigos desde niños. Marchó a estudiar
a los Estados Unidos y… ¿pero cuándo volviste? ¿Por qué no me llamaste?
De nuevo palabras y risas, les
llevan a sentarse. Sus manos enguantadas permanecen unidas. El hielo vuelve a
crujir.
Y entonces lo sabes.
Esquirlas blancas ruedan por la
fría superficie del glaciar, como rodaban los granos de azúcar entre tus dedos
en el lejano café Murillo. Se desprenden de aquella pared para clavarse como
fríos puñales en tu corazón enfermo.
Levantando tu mirada al Gran
Perito, te devuelve de nuevo el rostro de una Marina sin vida. Su boca torcida
y sus ojos volteados, su último aliento sin poder convertirse en palabras. Pero
ya no es Marina.
Unos bucles dorados enmarcan
aquel rostro, y piensas lo bella que estará Angélica entre tus manos. Cuando su
boca torcida quiebre su hermosa y clara sonrisa.
20140511 Segunda Persona.
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