Como musgo transparente, aparecen un día, y se expanden sin
cesar por la fisura creada de manera repentina, cubriendo sus paredes putrefactas por acción del abandono.
Es la indiferencia la que da origen a su nombre. Como hongos microscópicos se reproducen alimentados por el
desamor, hasta que la grieta se hace más profunda. Y entonces, salen de sus
escondrijos.
Un día Clara se preguntó por qué lucía distinta. Por qué oscuras
cuencas se habían instalado bajo sus ojos. Tal vez se sorprendió de dejar de
oír su risa cantarina. Tal vez sospechó que de verdad algo le pasaba. O tal vez solamente pensó que tenía un mal día.
Los indifercios no son perceptibles al ojo humano. O, al
menos, no a la vista de un ojo inexperto. Como parásitos que son, escapan de
las grietas en las que viven y vuelan por el aire en busca de su huésped.
Aquella persona olvidada sobre la que puedan posarse y crecer gracias a su
confusión y su dolor.
Si pudiésemos verlos, nos parecerían semillas de la flor de un
diente de león, volando en equipo desde su cuna rasgada.
Con la seguridad de conocer su destino, emprenden un día el
vuelo como las aves migratorias hacia destinos nunca visitados. Como las
tortugas vuelven al cabo de los años a desovar en la playa que las vio nacer.
Si. Los indifercios llevan grabado en su ADN el lugar al que
deben dirigirse. Sin el mínimo margen de error. Pues solamente esa persona
abandonada fue la causa de su nacimiento.
Así que, el día en que, como un pequeño enjambre invisible, los indifercios rodearon a Clara, ella ni siquiera imaginaba que Germán había decidido desaparecer de su vida.
No le fue posible oír el crujir que dio origen a la grieta. Nunca
sospechó que él decidera acabar con la relación que le unía, cada vez más, a
aquella mujer hermosa, alegre, que amenazaba con instalarse en su corazón.
No. Clara no contaba con aquello. Y fue así, de repente.
Germán dejó de contestar a los mensajes, y a las llamadas.
“Estará ocupado” decía ella, al principio.
Pero los indifercios llegaron volando hasta Clara. Se
agruparon junto a sus sienes, sobre su pecho, en la boca de su estómago. Como
una mala plaga, poco a poco, se extendieron por toda su piel.
Clara ganó en palidez a medida que cientos de pequeños indifercios
se iban apoderando de su cuerpo. Apenas medían unos milímetros. Pero cientos de
milímetros transparentes como medusas cubrieron a la bella Clara, sin se diera
cuenta.
Como puntillas punzantes bailando, alrededor de sus cuerpos
gelatinosos, los indifercios hundieron sus miles de patas sobre la delicada
piel de su huésped, adhiriéndose a ella sin posibilidad de separación, para
formar parte indisoluble de su ser.
Clara nunca confesó que había empezado a preguntarse por la
causa de su silencio. Pero al cabo de unos días, o más bien de unas noches,
comenzó a abrazarse a la almohada y a emitir profundos suspiros.
Con cada uno de ellos, los indifercios hundían aún más sus
apéndices libadores. Esos que llevaban enroscados bajo su cuerpo invisible y
despliegan una vez parasitan a su víctima. Se beben la esperanza y siembran
necesidad y nostalgia, a la vez que hacen desaparecer el rubor de las mejillas.
Clara veía aparecer en las cuencas de sus ojos, suaves
lágrimas que se derramaban sin causa aparente, y cambiaban la suave tonalidad
del bajo párpado por un tono morado intenso.
Apenas había reparado en su pérdida de peso. Los indifercios
en su estómago podían triplicar tu apetito o hacerlo desaparecer, pues no es la
comida del huésped lo que les hace vivir, sino la ansiedad instalada ahí. Justo
bajo el diafragma.
No había advertido su delgadez hasta que aquel vestido verde
le resbaló por los hombros. Clara se quedó mirando al espejo, que le devolvió
un medio cuerpo blanquecino que no reconoció como suyo. Dirigió su mirada al
suelo. Hacia aquel trapo arrugado que había sido su vestido favorito. El que
llevaba puesto el día de su primera cita con él.
-Me siento atrapado por tu belleza – dijo Germán con sus ojos
claros brillando a la luz de una pequeña vela.
Ella no le quería entonces. Aún no le amaba. Se sentía
atraída por su misterio. Pero se dejó besar.
Los suspiros y las lágrimas acudieron de nuevo ante su imagen
reflejada. Clara miró largamente al espejo. Se preguntó dónde estaba la mujer
que había acudido a aquella cena.
La mujer alegre, exuberante. La mujer decidida y hermosa que
solía comerse el mundo.
Diño una patada al vestido, que se deslizó por el suelo hacia
un rincón. Clara respiró de manera profunda. Como si con aquella patada pudiera
alejar también su recuerdo.
Cientos de indifercios se retorcieron con aquel gesto,
desclavando sus agujas de la suave piel de la muchacha.
Miró de nuevo la superficie pulida que le devolvió su imagen,
palpando su rostro, reparando por primera vez en sus cuencas oscuras, en sus
pómulos prominentes, en su sonrisa perdida.
Buscó en el fondo de sus ojos su orgullo perdido. Y allí lo
encontró. Ultrajado. Abandonado. Encogido.
-Ya basta- se dijo. Y tan solo con esas palabras, la voluntad
se instaló en su mente y el color en su piel.
Se enfundó un ceñido vaquero y una cómoda camiseta,
pellizcando sus mejillas y colocando coqueta sus cabellos sobre su rostro y sus
hombros. Subiéndose a sus tacones, empolvó su rostro y coloreó sus labios. Una Clara
renovada asintió aprobadora desde el otro lado del espejo. Aquellos pequeños
seres continuaban retorciéndose sobre sus cuerpos gelatinosos.
Nunca se preguntó de dónde salió aquel brillo repentino de
“setevespléndida” que lucen aquellas personas a las que les van bien las cosas.
No. Eso no era importante.
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