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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

domingo, 31 de mayo de 2015

Miniaturas

Una mujer sonreía mientras arqueaba su cintura hacia atrás. La cuchara de palo, se acercaba a sus mejillas, esgrimida certeramente por la figura femenina vestida de negro, a pesar de la venda sobre sus ojos.

A su alrededor, hombres y mujeres danzaban tomados de la mano, haciendo girar el corro de la gallinita ciega.

Con milimétrica precisión, el fino pincel colocó un rubor sonrosado en los rostros de todos ellos, que cobraron un aspecto más lozano a través del grueso cristal.
Las firmes y expertas manos apartaron la enorme lupa. Con unas pinzas, tomaron la fina aguja, para colocar el alfiler bajo el microscopio.

-Perfecto- dijo Mariola, sonriendo.

La escena, aumentada, se mostraba lo suficientemente imprecisa para imaginar que aquellos hombres y mujeres danzaban ante ella y se reían realmente. La mujer más a la izquierda le dirigió una mirada y le guiñó un ojo.

Casi podía oír sus voces, si no fuera por aquel sonido que hacía unas semanas se había instalado en su cabeza.

Mariola pinchó el alfiler en un diminuto cojín de terciopelo, y colocó sobre él una cápsula de cristal, en cuyo extremo superior había una lupa de gran aumento. Un soporte de metacrilato, como los que sostienen las probetas en los laboratorios, esperaba a la nueva creación, que se unió a El Pelele, El Quitasol y las dos Majas.

El tintineo de las campanillas sobre la puerta hizo girarse a Mariola. En la entrada de su pequeño taller, había un hombre joven, de unos treinta y tantos años. Vestía vaqueros gastados y una cazadora de cuero marrón. En su mano, las llaves de un bmw y una pequeña caja de cartón.

-Buenos días- Dijo el hombre, a la vez que daba un paso para entrar en la estancia.
La puerta, se cerró a su espalda, y apagó el efecto contraluz, por lo que Mariola pudo ver su mirada de ojos grises y su tez dorada.

-¿Es este el taller de Mariola Valverde?

En un gesto instintivo, Mariola se sacó la goma del pelo dejando que sus bucles rodaran sobre sus hombros a la vez que se acercaba a su visitante con la mano extendida.

-En efecto- contestó, estrechando la mano del joven.

El contacto con su piel, dura y suave tuvo el efecto inmediato de agudizar el zumbido en su cabeza. Llevándose la mano libre a la sien, continuó:

-Soy Mariola. Y ¿usted es…?

-Soy Juan Elegido Millán- Contestó, mostrando una amplia sonrisa, a la vez que tiraba de su mano para acercarse y darle dos besos.- No me esperabas, ¿verdad?
Mariola sintió una punzada de enojo cuando notó el rubor de sus mejillas. Aquel hombre se había puesto en contacto con ella a principio de mes, para solicitarle un trabajo y no habían parado de chatear a diario.

-Te envié tu encargo hace una semana.

-Lo sé.

Nunca habían hablado de un encuentro. El chico le preguntó por la posibilidad de pintar un cuadro en la cabeza de una cerilla. “El violinista callejero”, escribió. “Te envío la imagen por internet”. Encontró fácil el encargo. Tenía mucho trabajo pero no le costó hacerlo. Había enviado cientos de currículos e imágenes a esa dirección desde la que ahora recibía mensajes. No era cuestión de tener esperando a un cliente tan imporante.
Hizo un repaso mental de su aspecto. Unos amplios pantalones de lino y una camiseta de rayas, alpargatas y delantal blanco. Las manos descuidadas, gastadas por efecto de los disolventes. La cara limpia, sin restos de maquillaje. Solo su juventud podría jugar a su favor en este momento.

-Vaya, así que tú eres el famoso sobrino- dijo ella, intentando reponerse- Cuánto honor. Si hubiera sabido que el administrador del Museo del Profesor Max venía verme habría ordenado un poco esto…

Juan Elegido Millán, el verdadero, fue un médico y periodista que alcanzó la fama en los años sesenta y setenta por dedicarse al mentalismo y a la hipnosis, bajo el nombre de El Profesor Max. Durante sus viajes por el mundo reunió una interesante colección de objetos diminutos, que hoy se exponían en las casas museos que sus familiares habían abierto en Mijas, Alicante y Guadalajara.

Su sobrino y tocayo Juan Elegido, regentaba la Casa Museo de Brihuega. Para una miniaturista de profesión, era un honor el interés que había mostrado el chico. Su voz entusiasta la sacó del ensimismamiento.

-¿Bromeas? Es auténtico. Un verdadero privilegio ver el lugar donde trabajas- El joven se paseó por los distintos mostradores de trabajo y descubrió el soporte de probetas.- ¿Es la colección sobre Goya que estabas acabando?

-Sí- dijo Mariola acercándose a él - Queda solamente El Columpio.

Juan se sentó en el taburete de trabajo y dedicó unos instantes en completo silencio a observar las pequeñas cápsulas.

-Son magníficos. ¿Son para un particular?

-Sí- Es una pena. No los volveré a ver.

-¿Te gustaría hacer una exposición temporal en el Museo? Podríamos documentarla y tendrías ese recuerdo. ¿Tienes tiempo antes de entregarla?

Mariola se sintió instantáneamente halagada.

-¿En serio? Sí, creo que sí. No creo que mi cliente pusiera problemas y además…
El chico no la escuchaba.

-¿Cómo te has sentido haciendo esto con la obra de Goya?
Mariola le miró.

-¿Cómo? ¿Qué quieres decir?- El joven se quedó mirándola profundamente a los ojos- Mariola entendió- No sé. Muy cerca. Tengo un zumbido en los oídos- Mariola tragó saliva. Se quedó pensando. El silencio sostenido hizo que el sonido en su cabeza cobrara de nuevo protagonismo.- Tuvo que ser muy duro para un gran artista como él. La sordera le obligó a renunciar a su puesto de director de pintura en la Academia de San Fernando- De nuevo silencio- Oye, ¿a qué viene esto? ¿No serás mentalista como tu tío?

Juan sonrió para sí mientras abría la cajita de cartón que había mantenido todo el tiempo bajo el brazo.

-Mira- dijo- Esto es lo que me ha traído hasta aquí- Extrajo una cajita de cristal, del tamaño de una caja de cerillas, con una gran lupa en su tapa. Ambos se asomaron a mirar, acercando demasiado sus frentes, rozándose casi con la nariz.
Ante sus ojos se encontraba la famosa pieza del Museo. La Última Cena de Leonardo, pintada sobre un grano de arroz.



-Me encanta- Dijo la chica. Me quedé enamorada de ella cuando visité la Casa Museo en Brihuega.

-Quiero que la restaures- Mariola se sintió de nuevo agasajada.- Ha perdido el contorno de las figuras  y los colores.

-Sin problemas.- Contestó la joven sin poder quitar la vista sobre ella.- Será un honor.
El hombre la miró de nuevo.

-¿Has ido al médico? – Por el zumbido, digo.

-Sí. Me hicieron una audiometría. También he ido al neurólogo. No tengo nada.

-¿Me permites?- El chico se acercó a ella tomándola de la barbilla con sus dedos, sin apartar la vista de sus ojos.

-Pero, ¿qué? – dijo ella retirando la mano, a la vez que daba un paso hacia atrás.

-Así que Goya renunció a su puesto… continuó el hombre… y ¿a qué estás renunciando tú, gran mujer, rodeada de cosas pequeñas?

-¿Qué? ¿Cómo te atreves? – contestó ella azorada…

-Perdona, perdona, soy un torpe- Parecía de verdad arrependido. Cabizbajo y en silencio, metió de nuevo la cajita de cristal en la otra, mayor, de cartón, empujando ambas hacia el centro de la mesa- En fin, te dejo esto. Piensa en un precio, por favor, y en la exposición temporal…

-Espera…

La espalda de Mariola se recostaba incómodamente en la estantería en la que guardaba todas sus pinturas. No sabía qué quería decir. Se sentía incómoda, fuera de lugar en el pequeño y antiguo local que había sido su refugio durante años. Sin poder apartar su mirada del suelo, se sorprendió al realizar la pregunta:

-¿Qué has querido decir?

No quería que se fuera. De repente recordó todos aquellos emails en los que le contaba cómo había aprendido su profesión. Las vacaciones en Samarcanda y el amor por aquella tierra descubierta bajo los reflejos del sol rebotado en los azulejos turquesas de las madrazas. La incomprensión de sus amigas y de su familia al renunciar al regreso, y las largas jornadas de aprendizaje junto al anciano de Bujhara. Uno de los más prestigiosos miniaturistas uzbekos. Se enamoró de la paciencia, del rigor, y la constancia. Se enamoró del tiempo detenido y se olvidó de la vida.

-Mariola, tú me hiciste venir hasta aquí. Tal vez para recordarte que fuera es primavera.

-¿Qué?

Se arrepintió de la intimidad creada con aquel desconocido, y se preguntó quién era y a qué había venido.

-Mariola, me enviaste el cuadro sin el violinista.

-¿Qué estás diciendo?

-Sí. Pensé que era una broma. Estaba la escena entera. Sin el violinista.

-Pero, ¿de qué estás hablando?

Juan la interrumpió.

-Pensé que era una broma. Que querías que viniera a verte. Todos aquellos mensajes repletos de imágenes e historias increíbles… no sabía si era una estrategia para destacar del resto o era otra cosa. Tenía que conocerte.

El hombre apoyó sus nudillos en el taburete, suspirando, ante la mirada atónica de la chica, que no podía pronunciar palabra.

-Y sí, mi tío me dejó en herencia algo más que el Museo… Ven.


La tomó del brazo y la puso frente a un espejo. Agarró una de las enormes lupas de trabajo, colocándola entre ella y su imagen reflejada. Ante él, Mariola sintió cómo el zumbido en su cabeza se iba convirtiendo en un grave acorde arrancado de cuerdas que lloran y ríen. En lo más profundo de su oscura retina, a lo lejos, Mariola pudo ver la imagen del violinista afinando su violín.



20140502 Historia Minúscula.

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