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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

lunes, 30 de marzo de 2015

El superviviente


-Quita, maluno, despelado -. Empuja con ajados nudillos, a un lado, el saco de huesos de abrigo ocre. Comparten las pulgas, el agua, la comida, las risas y los males que bailan en segundos eternos, encallados en relojes que se dibujan entre el humo y las nubes. -Quita, ya voy, echa a un lado -. El flaco de pelo rojo se pega a su pierna. –No digas nada que no sirve, calla.Quita, maluno, despelado -. Empuja con ajados nudillos, a un lado, el saco de huesos de abrigo ocre. Comparten las pulgas, el agua, la comida, las risas y los males que bailan en segundos eternos, encallados en relojes que se dibujan entre el humo y las nubes. 

-Quita, ya voy, echa a un lado -. El flaco de pelo rojo se pega a su pierna. –No digas nada que no sirve, calla.

El gato no escucha, llama, zigzaguea, ronronea. Maúlla por la boca y si no por las tripas. El viejo le deja pasar entre sus piernas, a la vez que se envuelve en el desgastado paño quizá verde que aprieta, una y otra, vez contra su cuerpo.
Los chafados diarios pegados a su piel, no son suficientes. La mañana le vence, tose. Acerca los torpes dedos a la boca y exhala. La negra cueva, llena de vacío, hedor, y podredumbre devuelve un poco de calor a sus yemas. Asiente, levemente complacido. Pero no. Nada puede contra ella.

Es una enemiga grande, sutil. La incómoda compañera que se cuela hasta los huesos sin que nadie la haya invitado.
Espera la llegada del alba en su lecho de cartón, acunado por los sueños. Ella, la gran malvada, le moja, le arruga, le comprime.

Oxida su chasis, sus circuitos, enmohece los hilos que un día trenzaron magníficos bíceps anclados a un nombre de mujer.
De nuevo, la tormenta le visita en la noche. Como un saco le zarandea. Siente los golpes en todo su cuerpo, una y otra vez, contra un lado y otro de la madera. La voz se le escapa. Traga. Agua y sal. De nuevo. Ahora sí. Escupe y respira. Pero ahora lo sabe. La muerte le busca. La huele. Los dedos como garfios agarran la barca que se deshace en sus manos. Y entonces despierta.

La ola no llega. Sin embargo la siente. Heladora, cubriendo su piel, su ropa. Aprieta el  paño, tal vez verde, contra su pecho. El empapado paño que un día fue verde.
Se sienta. Coloca las cajas. No hay barco, no hay redes. No hay tormenta. El llanto felino suena de nuevo. Encuentra unos globos amarillos. Muy grandes. Muy amarillos. O tal vez no. Tal vez no hay suficiente luz alrededor y por eso sobresalen tanto.

-Ven, anda, peluno, me despiertas –. El animal le lame los dedos que asoman por los agujereados mitones-. Yo también tengo hambre. Vamos.

El viejo buque despliega su veladura, y cojea levemente. Es ella, la mala, la cruel, que esta noche le venció en forma de relente.

Tose. Tose de nuevo y resuena su ajada caja. Se apoya en el muro.

-Venga, peluno, arranca, no hagamos esperar a la Juana.

El flaco de pelo rojo suelta un maullido y le sigue.

Las luces de la mañana tiñen el cielo de rosa y añil. Como cantos de lobo se oyen las voces del muelle.
La vieja cocina de Juana le trae recuerdos de antaño. La buena mujer le cuida, aunque nadie lo quiera.

"Mala suerte" le dicen. Pero Ella no. Ella dice, “¿quién sino tú, tuvo suerte?”. La Juana le empuja sobre un taburete. No le saluda. Le da una taza.
El desconchado metal en sus manos le recuerda lo que es el calor.

-Qué Martín. Cómo va el lumbago –. La Juana le mira mientras se toma el caldo.

-¡Bah! No tiene remedio. Ponle algo, anda – le dice bajito mirando al gato.

-Ay madre, ¡que busque en la basura, como todos!

-Venga mujer. Un poco de leche.

-Para tí hay. Para él no.

-Bueno pues para mí…

El gato famélico abre bien los ojos. Atusa su pelo y bigotes con la dignidad que no tiene. Huele el aire y sale corriendo.

-¿Ves? – dice la Juana con la leche en la mano. -Un desagradecido… Martín, ¿me oyes?

No. Martín no la oye. La cara esculpida en espanto no tiene voz, ni color. La decrépita efigie del viejo aúlla dolor en silencio.

-Oye, Martín-.  Le empuja la Juana. -¡Te quedaste tieso!.. ¿me oyes?, ¡Escucha!  

-Calla mujer. – contesta. Tira la taza al suelo. -La parca está aquí, vieja. Ha venido de nuevo a buscarme.

-¿Qué dices loco?

-Qué sí, Juana, ve, corre, avisa a todos.

La Juana no escucha a Martín. El griterío del muelle la saca de casa y corre al muelle. La Juana ya no es la Juana sino una lejana silueta. Una voz màs, formando parte de un coro de asombro bajo la enorme pluma.
A tan solo unos pasos se alza, sostenida por la gran polea del puerto. Siete metros de bestia blanca.

La gigantesca capucha viscosa en forma de navaja, deja escapar bajo su falda ocho largos brazos, que se extienden por el suelo entre piernas y pescado.

-La parca -susurra Martín, encerrado en la niebla de los recuerdos.


Las voces del muelle envuelven su sueño. Los dedos como garfios aferrados a la barca que se deshace en sus manos. Un monstruoso látigo que apresa sus pies. Se suelta. Traga. Agua y sal. Traga de nuevo. Y ahora sí, ahora aire.
Un golpe le rasga el rostro y le retuerce el hombro. El grueso tentáculo le recuerda que, ningún hombre con brazos de acero, anclados a nombres de mujer, puede a la muerte.

Le enorme pluma emerge del agua. Agita ocho brazos en el aire antes de cobrarse seis vidas y un barco.

-¿Puedo ir? - el nieto de la Juana se asoma a la puerta asustado. Busca permiso para ver al monstruo.

-Espera – Martín se levanta.

-¿Es un calamar gigante? – pregunta el niño, acercándose apenas.

-Es el diablo… - susurra el viejo.

-La abuela dice que los monstruos no existen, que te inventas cuentos por que estás algo loco… - Martín coloca sus torcidos dedos en el cabello del muchacho.

-Cuentos, sí. Anda, corre y di a la abuela que venga...

El eco acompaña las pisadas del niño al corretear… Martín aprieta el paño algo verde contra su cuerpo y levanta la mano hasta colocarla en su frente. La improvisada visera calma sus ojos. Agradece el calor en la piel. Una fina línea va cobrando cuerpo y se convierte en la Juana acercándose. La Juana sonríe.

-Viejo, qué bueno. Comerás calamar las próximas semanas. Está buenísimo. Ve, han hecho unas brasas junto a la barca. Los niños se van a empachar. Y ese gato tuyo… ¿cómo iba a querer leche? ¡Se ha puesto fino!

-Es la parca, Juana. ¿No entiendes? Ha vuelto. Viene a buscarme.

-Antes nos morimos todos que tú, fíjate lo que te digo. – le aparta la mujer para entrar.

-Que no, Juana. – Martín se gira hacia ella tomando sus brazos con fuerzas que ya no tiene..

-¡Qué sí hombre! - Le grita ella. - Anda ve – le empuja.

El viejo buque, sin ganas, cojea mientras se acerca al muelle. La Juana, le observa desde la puerta. Junto a ella, un viejo retrato cuela de un desgastado marco.
La Juana lo toma entre sus manos. Desde la desgastada imagen los rostros del pasado posan junto al barco que no regresó.

Solo Martín apareció al cabo de una semana en la playa, junto a un pedazo de la embarcación. Nada quedaba de su cuerpo fuerte y sus brazos de acero.
Deliró meses y meses. Pero vivió. Aunque loco, estaba vivo. Nunca supieron qué pasó.

La Juana acaricia el amarillo papel y pasa suavemente su dedo arrugado por la barbilla del hombre más a la derecha. Era el único recuerdo que le quedaba de su Alonso.

-¡Abuela! ¡Abuela! Los hombres se están peleando. –el niño respira entrecortado,  en parte por la carrera, en parte por la emoción de los acontecimientos del día - ¡Abuela! ¿Me oyes?

-¿Qué dices, hijo?- La Juana coloca el portarretratos y sus pensamientos en la estantería.

-Abuela, ha venido el biólogo y no nos deja comer nada. Se ha puesto a prenderle fuego al bicho. Y el Martín, que casi ni se sostiene, va y le ayuda.

-¿Qué? – A lo lejos columnas de humo y ascienden sobre las voces de la contienda. Por un momento la Juana ve todo negro. Se frota los ojos. - ¿Qué dices, hijo? 

-Pues nada, abuela, que dicen que el calamar no se come… La mujer tuerce la boca y se echa las manos al estómago.

-Yo no he comido nada Abuela. ¡Abuela!, ¿está bien? 
La cara esculpida en espanto no tiene voz, ni color. La decrépita efigie de la Juana aúlla dolor en silencio.

En el umbral de la puerta, confundido por la niebla que comienza a instalarse en sus ojos emerge una figura.

-¡Abuela! – grita el niño mientras la mujer cae al suelo.
La Juana esboza una torpe sonrisa al ver junto a la puerta al Alonso, que avanza hacia ella con los brazos abiertos. Rodeando sus piernas y su torso, un enorme tentáculo aplasta sus huesos.
La Juana abraza a su marido entendiendo. Etéreas lágrimas bañan su rostro. A sus pies, en el suelo, su nieto zarandea su cuerpo propio cuerpo inerte, encogido. 

Junto a ella, un flaco saco de huesos con pelaje rojo yace muerto.

 20150302 El frío, el gato y el calamar gigante.

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