Una mujer sonreía mientras
arqueaba su cintura hacia atrás. La cuchara de palo, se acercaba a sus
mejillas, esgrimida certeramente por la figura femenina vestida de negro, a
pesar de la venda sobre sus ojos.
A su alrededor, hombres y mujeres
danzaban tomados de la mano, haciendo girar el corro de la gallinita ciega.
Con milimétrica precisión, el
fino pincel colocó un rubor sonrosado en los rostros de todos ellos, que
cobraron un aspecto más lozano a través del grueso cristal.
Las firmes y expertas manos
apartaron la enorme lupa. Con unas pinzas, tomaron la fina aguja, para colocar
el alfiler bajo el microscopio.
-Perfecto- dijo Mariola,
sonriendo.
La escena, aumentada, se mostraba
lo suficientemente imprecisa para imaginar que aquellos hombres y mujeres
danzaban ante ella y se reían realmente. La mujer más a la izquierda le dirigió
una mirada y le guiñó un ojo.
Casi podía oír sus voces, si no
fuera por aquel sonido que hacía unas semanas se había instalado en su cabeza.
Mariola pinchó el alfiler en un
diminuto cojín de terciopelo, y colocó sobre él una cápsula de cristal, en cuyo
extremo superior había una lupa de gran aumento. Un soporte de metacrilato,
como los que sostienen las probetas en los laboratorios, esperaba a la nueva
creación, que se unió a El Pelele, El Quitasol y las dos Majas.
El tintineo de las campanillas
sobre la puerta hizo girarse a Mariola. En la entrada de su pequeño taller,
había un hombre joven, de unos treinta y tantos años. Vestía vaqueros gastados
y una cazadora de cuero marrón. En su mano, las llaves de un bmw y una pequeña
caja de cartón.
-Buenos días- Dijo el hombre, a
la vez que daba un paso para entrar en la estancia.
La puerta, se cerró a su espalda,
y apagó el efecto contraluz, por lo que Mariola pudo ver su mirada de ojos
grises y su tez dorada.
-¿Es este el taller de Mariola
Valverde?
En un gesto instintivo, Mariola
se sacó la goma del pelo dejando que sus bucles rodaran sobre sus hombros a la
vez que se acercaba a su visitante con la mano extendida.
-En efecto- contestó, estrechando
la mano del joven.
El contacto con su piel, dura y
suave tuvo el efecto inmediato de agudizar el zumbido en su cabeza. Llevándose
la mano libre a la sien, continuó:
-Soy Mariola. Y ¿usted es…?
-Soy Juan Elegido Millán-
Contestó, mostrando una amplia sonrisa, a la vez que tiraba de su mano para
acercarse y darle dos besos.- No me esperabas, ¿verdad?
Mariola sintió una punzada de
enojo cuando notó el rubor de sus mejillas. Aquel hombre se había puesto en
contacto con ella a principio de mes, para solicitarle un trabajo y no habían
parado de chatear a diario.
-Te envié tu encargo hace una
semana.
-Lo sé.
Nunca habían hablado de un
encuentro. El chico le preguntó por la posibilidad de pintar un cuadro en la
cabeza de una cerilla. “El violinista callejero”, escribió. “Te envío la imagen
por internet”. Encontró fácil el encargo. Tenía mucho trabajo pero no le costó
hacerlo. Había enviado cientos de currículos e imágenes a esa dirección desde
la que ahora recibía mensajes. No era cuestión de tener esperando a un cliente
tan imporante.
Hizo un repaso mental de su
aspecto. Unos amplios pantalones de lino y una camiseta de rayas, alpargatas y
delantal blanco. Las manos descuidadas, gastadas por efecto de los disolventes.
La cara limpia, sin restos de maquillaje. Solo su juventud podría jugar a su
favor en este momento.
-Vaya, así que tú eres el famoso
sobrino- dijo ella, intentando reponerse- Cuánto honor. Si hubiera sabido que el
administrador del Museo del Profesor Max venía verme habría ordenado un poco
esto…
Juan Elegido Millán, el
verdadero, fue un médico y periodista que alcanzó la fama en los años sesenta y
setenta por dedicarse al mentalismo y a la hipnosis, bajo el nombre de El
Profesor Max. Durante sus viajes por el mundo reunió una interesante colección
de objetos diminutos, que hoy se exponían en las casas museos que sus
familiares habían abierto en Mijas, Alicante y Guadalajara.
Su sobrino y tocayo Juan Elegido,
regentaba la Casa Museo de Brihuega. Para una miniaturista de profesión, era un
honor el interés que había mostrado el chico. Su voz entusiasta la sacó del
ensimismamiento.
-¿Bromeas? Es auténtico. Un
verdadero privilegio ver el lugar donde trabajas- El joven se paseó por los
distintos mostradores de trabajo y descubrió el soporte de probetas.- ¿Es la
colección sobre Goya que estabas acabando?
-Sí- dijo Mariola acercándose a
él - Queda solamente El Columpio.
Juan se sentó en el taburete de
trabajo y dedicó unos instantes en completo silencio a observar las pequeñas
cápsulas.
-Son magníficos. ¿Son para un
particular?
-Sí- Es una pena. No los volveré
a ver.
-¿Te gustaría hacer una
exposición temporal en el Museo? Podríamos documentarla y tendrías ese
recuerdo. ¿Tienes tiempo antes de entregarla?
Mariola se sintió
instantáneamente halagada.
-¿En serio? Sí, creo que sí. No
creo que mi cliente pusiera problemas y además…
El chico no la escuchaba.
-¿Cómo te has sentido haciendo
esto con la obra de Goya?
Mariola le miró.
-¿Cómo? ¿Qué quieres decir?- El
joven se quedó mirándola profundamente a los ojos- Mariola entendió- No sé. Muy
cerca. Tengo un zumbido en los oídos- Mariola tragó saliva. Se quedó pensando.
El silencio sostenido hizo que el sonido en su cabeza cobrara de nuevo
protagonismo.- Tuvo que ser muy duro para un gran artista como él. La sordera
le obligó a renunciar a su puesto de director de pintura en la Academia de San
Fernando- De nuevo silencio- Oye, ¿a qué viene esto? ¿No serás mentalista como
tu tío?
Juan sonrió para sí mientras
abría la cajita de cartón que había mantenido todo el tiempo bajo el brazo.
-Mira- dijo- Esto es lo que me ha
traído hasta aquí- Extrajo una cajita de cristal, del tamaño de una caja de
cerillas, con una gran lupa en su tapa. Ambos se asomaron a mirar, acercando
demasiado sus frentes, rozándose casi con la nariz.
Ante sus ojos se encontraba la
famosa pieza del Museo. La Última Cena de Leonardo, pintada sobre un grano de
arroz.
-Me encanta- Dijo la chica. Me
quedé enamorada de ella cuando visité la Casa Museo en Brihuega.
-Quiero que la restaures- Mariola
se sintió de nuevo agasajada.- Ha perdido el contorno de las figuras y los colores.
-Sin problemas.- Contestó la
joven sin poder quitar la vista sobre ella.- Será un honor.
El hombre la miró de nuevo.
-¿Has ido al médico? – Por el
zumbido, digo.
-Sí. Me hicieron una audiometría.
También he ido al neurólogo. No tengo nada.
-¿Me permites?- El chico se
acercó a ella tomándola de la barbilla con sus dedos, sin apartar la vista de
sus ojos.
-Pero, ¿qué? – dijo ella
retirando la mano, a la vez que daba un paso hacia atrás.
-Así que Goya renunció a su
puesto… continuó el hombre… y ¿a qué estás renunciando tú, gran mujer, rodeada
de cosas pequeñas?
-¿Qué? ¿Cómo te atreves? – contestó
ella azorada…
-Perdona, perdona, soy un torpe- Parecía
de verdad arrependido. Cabizbajo y en silencio, metió de nuevo la cajita de
cristal en la otra, mayor, de cartón, empujando ambas hacia el centro de la
mesa- En fin, te dejo esto. Piensa en un precio, por favor, y en la exposición
temporal…
-Espera…
La espalda de Mariola se
recostaba incómodamente en la estantería en la que guardaba todas sus pinturas.
No sabía qué quería decir. Se sentía incómoda, fuera de lugar en el pequeño y
antiguo local que había sido su refugio durante años. Sin poder apartar su
mirada del suelo, se sorprendió al realizar la pregunta:
-¿Qué has querido decir?
No quería que se fuera. De
repente recordó todos aquellos emails en los que le contaba cómo había
aprendido su profesión. Las vacaciones en Samarcanda y el amor por aquella
tierra descubierta bajo los reflejos del sol rebotado en los azulejos turquesas
de las madrazas. La incomprensión de sus amigas y de su familia al renunciar al
regreso, y las largas jornadas de aprendizaje junto al anciano de Bujhara. Uno
de los más prestigiosos miniaturistas uzbekos. Se enamoró de la paciencia, del
rigor, y la constancia. Se enamoró del tiempo detenido y se olvidó de la vida.
-Mariola, tú me hiciste venir
hasta aquí. Tal vez para recordarte que fuera es primavera.
-¿Qué?
Se arrepintió de la intimidad
creada con aquel desconocido, y se preguntó quién era y a qué había venido.
-Mariola, me enviaste el cuadro
sin el violinista.
-¿Qué estás diciendo?
-Sí. Pensé que era una broma. Estaba
la escena entera. Sin el violinista.
-Pero, ¿de qué estás hablando?
Juan la interrumpió.
-Pensé que era una broma. Que
querías que viniera a verte. Todos aquellos mensajes repletos de imágenes e
historias increíbles… no sabía si era una estrategia para destacar del resto o
era otra cosa. Tenía que conocerte.
El hombre apoyó sus nudillos en
el taburete, suspirando, ante la mirada atónica de la chica, que no podía
pronunciar palabra.
-Y sí, mi tío me dejó en herencia
algo más que el Museo… Ven.
La tomó del brazo y la puso
frente a un espejo. Agarró una de las enormes lupas de trabajo, colocándola entre
ella y su imagen reflejada. Ante él, Mariola sintió cómo
el zumbido en su cabeza se iba convirtiendo en un grave acorde arrancado de
cuerdas que lloran y ríen. En lo más profundo de su oscura retina, a lo lejos,
Mariola pudo ver la imagen del violinista afinando su violín.
20140502 Historia Minúscula.
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