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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

domingo, 31 de mayo de 2015

La rueda

Un semicírculo de rotulador amarillo, rodeado de amarillos rayos que salían de su cuerpo, comenzaba a levantarse en el cuadriculado mundo de Erbert.

A medida que iba ascendiendo, alejándose de la fría espiral de acero, la oscuridad se desplazaba hacia el este. Unos ojos bondadosos y una espléndida sonrisa se dibujaban en el rostro del astro rey, a la par que sendas manos salían de algunos de sus rayos para desperezar a Inti.

En la parte inferior de la página de aquel día, cuatro líneas verticales sostenían un estirado cuadrilátero en el que sobresalía la cabeza de Erbert. 

A Erbert, le gustaba dormir boca arriba, con sus delineados brazos sobre la sábana y el embozo, que, con una delgada línea vertical, se dibujaba sobre la cama.

Erbert era un personaje palote. Sí, de esos que se dibujan con un círculo para la cabeza, un palo para el cuerpo, otros dos para los brazos y dos eles para las piernas y pies.
Ser un personaje palote tenía sus ventajas. El mundo era sencillo y no hacía falta muchas complicaciones para entenderlo.

La oscuridad todavía rodeaba aquella parte de la hoja, y sobre la cabeza de Erbert se dibujaba una hilera de zetas que volaban y se perdían en la imaginada habitación.
Un inesperado pitido surgió de la nada, elevando a la letra P seguida de una multitud de íes que la seguían por todo el cuarto.

Erbert abrió los ojos y se incorporó de un salto en la cama dando un golpe certero con su mano al loco despertados que saltaba sin cesar. Erbert, sostuvo ante sí aquel círculo dividido en dos mitades por dos agujas que parecían una sola.

-Las seis – dijo Erbert, restregándose los ojos con sus manos de pinza. Seguidamente estiró sus brazos, mientras en su cara se abría un enorme círculo.

Erbert salió de la cama y puso sus pies sobre el frío suelo de cuadrícula, a la vez que consultaba su libreta, una pequeña réplica de su mundo, con una espiral a la izquierda sobre la que Erbert deslizaba las hojas.

-Miércoles. – y encontrando la página indicada anunció: – Presentación en Londres a las “ten o´clock”.

Erbert volvió a bostezar y comprobó, con un rápido vistazo a su izquierda, que la noria ya se había puesto en acción.

Como cada día, Erbert entró en la rueda y comenzó a caminar, poniendo cuidado en colocar sus pies de palote en cada uno de los travesaños de aquella suerte de escalera circular doblada sobre sí misma, que giraba sin parar.

Mientras Erbert caminaba y caminaba, como un pequeño roedor, a su izquierda se iban dibujando las escenas de aquel día.

Primero la ducha. Luego elegir el traje que llevaría. La raya diplomática iría bien con el espíritu inglés, se dijo. A continuación, se encontraba haciendo cola en el control del aeropuerto. Abrió sus brazos en cruz, mientras el agente le inspeccionaba, y esperaba pacientemente que su maletín pasara por el escáner. Finalmente, se encontró sentado en el avión, mirando por la ventana cómo éste flotaba sobre un mar de nubes, que adoptaban formas caprichosas para deleite de Erbert.

Y así, Erbert continuó caminando y caminando en su rueda, adivinando si la nube mariposa se convertiría en cocodrilo, hasta que un sonido llamó su atención.

A su derecha, acercándose a la gran noria, rugía el motor de un pequeño automóvil descapotable de color rojo. Erbert lo miró, y seguidamente el coche se puso a dar vueltas alrededor, soltando pequeñas nubes acompañadas de grandes hileras de letras “r”, por su tubo de escape.

Erbert miró el coche con curiosidad. Era precioso, pero más aún su conductora, una chica guapísima con enormes ojos negros y largas pestañas, que le sonreía con sus pequeños labios en forma de corazón.

La chica conducía rápidamente, y su cabello de rotulador amarillo, como los rayos del sol, flotaba horizontalmente a causa de la velocidad.

Los ojos de Erbert saltaron de sus cuencas unidos a gruesos muelles de colchón, a la vez que su pulso cardiaco se aceleraba. Su corazón se había calzado unas modernísimas zapatillas de running para escaparse de su pecho… aunque Erbert consiguió agarrarlo in extremis.

-¡Hola! – Dijo la chica mientras detenía el descapotable junto a la rueda de Erbert.
Erbert, confundido, miró a su izquierda, delante y detrás, pero solo vio la ventanilla del avión y decenas de cabezas de personas palote en sus asientos, atareadas con sus periódicos, portátiles, o simplemente dormitando.

La nube junto a la ventanilla adoptó la forma de dedo índice para indicar a Erbert que se refería a él.

-¡Hola! ¿Me oyes? – dijo de nuevo la chica.
-Hola… - contestó tímidamente Erbert. El cabello de la chica había caído sobre su frente formando un gracioso flequillo que se retiró dulcemente con su mano de pinza, mientras pestañeaba un par de veces. Erbert tragó saliva y un pequeño círculo se formó para subir y bajar por su cuello de palote. - ¿Te refieres a mí?
-Sí, a tí… - contestó alegremente la chica. - ¿A dónde vas?
Erbert se quedó pensando un momento y sobre su cabeza se dibujaron unas pequeñas nubes que se iban haciendo mayores hasta que, en la más grande, Erbert se vio consultando su agenda. En la página del miércoles, aparecía dibujado el Big Ben.
-Voy a Londres – Contestó Erbert mientras las nubes sobre su cabeza desaparecían. - ¿y tú?
-A Hong Kong – dijo la chica.
-¿A dónde? – preguntó de nuevo Erbert.
-A Hong Kong – repitió ella - ¿quieres venir?
Erbert miró por la ventanilla del avión que ya sobrevolaba la ciudad londinense.
-No puedo. Voy a aterrizar en Londres…. Pero, ¿cómo vas a ir a Hong Kong en coche?
-Y ¿cómo vas a ir tú a Londres en una rueda de hámster? – le dijo la chica.
Erbert se rascó la cabeza con su mano de palo. “Esto es muy raro”, pensó.
-Y ¿por qué quieres ir a Hong Kong?
-Porque ya estuve allí, pero no pude ver el templo de los diez mil budas… ¿Tú has estado en Hong Kong?
-No – dijo Erbert. – Diez mil budas son muchos budas. ¿Por qué quieres ir a ese templo?
-Porque un día soñé con él – dijo la chica agachando un poco la cabeza, pensativa.
Erbert sospechó que tal vez la chica tuviera algún secreto. Le encantaban los secretos. De repente, comenzó a ponerse nervioso por que aquella chica preciosa parecía haber entristecido y, además, estaba a punto de aterrizar en Londres, por lo que se le acababa el tiempo.
-Oye, ¿quieres saber algo de los budas? – dijo Erbert.
La chica abrió mucho sus enormes ojos negros y volvió a pestañear.
-¡Claro! – contestó entusiasmada.
-¿Sabes por qué los budas tienen las orejas tan largas? - Enunció Erbert, con el tono más intrigante que supo poner. – las orejas grandes de los budas indican que tienen una enorme capacidad de escucha. Puedes contarles lo que quieras, que siempre te van a escuchar…
-¿En serio? – La chica se puso de pie en el coche, apoyando ambas manos en el parabrisas. Erbert, pudo observar mejor su cuerpo redondeado en forma de ocho y la corta falda que caía sobre sus piernas-. ¡Cuéntame más!
-No puedo, voy a aterrizar. Pero vuelve mañana. ¿quieres que vayamos a cenar?
-¡Claro! Mañana te veo. Dame tu número por si ocurre cualquier cosa.
Mientras Erbert hacía volar una de sus tarjetas, el avión botaba en la pista de aterrizaje, lo que le dificultaba el equilibrio dentro de la rueda. Cuando volvió a sujetarse bien, la chica había desaparecido entre nubes y letras “r”.

A la izquierda de Erbert, y, acompañando su caminar, se dibujaron las escenas cotidianas de la ciudad de Londres, la presentación ante los clientes ingleses, un sándwich frío en el aeropuerto, y de nuevo la ventanilla del avión, de regreso. Esta vez, estaba oscuro, y Erbert no podía adivinar las formas de las nubes.

Erbert se bajó de la rueda, y, quitándose su traje de raya diplomática, se metió en la cama. Alargando su brazo hasta la esquina inferior derecha de la página, Erbert agarró la hoja de cuadros y se tapó con ella.

Esa noche, Erbert soñó con la chica del descapotable. Venía a buscarle con un apretado vestido color rojo, en su pequeño y rojo bólido, mientras le lanzaba besos en forma de corazón. Dentro de la nube que seguía a las zetas del sueño, Erbert se imaginó que cenaban sentados en una elegante mesa adornada con velas, brindando durante una interesante charla sobre el budismo. La chica llevaba a Erbert a casa y él la besaba apasionadamente mientras la abrazaba por su cintura de ocho, convirtiendo el instante en pura eternidad. Erbert tomaba a la chica conduciéndola hasta el interior de su casa, besando su cuello y apagando la luz.

De repente, el estruendoso sonido de un llanto irrumpió en la noche. La letra B, la U, y un innumerable ejército de Aes, despertaron a Erbert que encendió la luz de su cuarto.
Cientos, miles de capazos rodeaban los cuatro palos verticales que sostenían la cama de Erbert. De todos ellos salían cabezas de buda profiriendo el odioso sonido y las cuatro letras formando la palabra Buaaaa, Buaaa, Buaaaa…

Erbert, entró en pánico y miró a su izquierda. Pequeños cilindros envueltos en cabello de rotulador amarillo rodeaban la cabeza de la chica del descapotable rojo, que le miraba dulcemente, mientras pestañeaba de manera ostentosa.

-¿Qué ocurre, cariño? – le decía la chica, mientras acariciaba el enorme bulto que tenía en la barriga.
-Noooooooooooooo – gritó Erbert, a la vez que la nube que seguía a las zetas se desvanecía y la oscuridad era rota de nuevo por la letra P seguida de sus amigas las íes.
Sentado sobre la cama, Erbert sujetaba su corazón y respiraba agitadamente, poniendo sus pies en forma de L sobre la fría cuadrícula del suelo. Calmándose poco a poco, repasó en la pequeña agenda lo previsto en el día de hoy: Jueves: informes en la oficina.
Erbert se dirigió a la gran rueda, y, mirándola, entro en ella y comenzó a caminar. A su izquierda, se dibujaban poco a poco las escenas de ese día. Primero la ducha, el traje informal para acudir a la oficina, el taxi, el saludo a la recepcionista, el ascensor… ahora Erbert estaba sentado en su mesa. Miró el móvil y vio un mensaje de un número desconocido.

-¡Hola! ¿Qué tal tu viaje? Nos vemos hoy. Me apetece mucho. Amanda.

Erbert miró el móvil y marcó el número. A su derecha, se dibujó una gruesa línea negra junto a la que se veía a la chica del descapotable en su pequeño coche rojo. La chica accionó el manos libres.

-¿Si?
-¿Amanda? – balbuceó Erbert.
-¡Hola! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?


Erbert tragó saliva. Un pequeño círculo recorrió su cuello de palo de arriba abajo.
-Bien, ¿y tú? – Erbert notó como pequeñas gotas de sudor saltaban al vacío desde su cabeza.
-Muy bien, me hace mucha ilusión que me llames. ¿A qué hora te va bien que nos veamos?
-Pueeeessss…. Veráaasss… es que…..- Erbert sacó su agenda repleta y comenzó a pasar las hojas.- Es que no tengo mucho tiempo, esta tarde tengo un curso, mañana me levanto temprano por que viajo a Milán, y así todos los días…. La verdad, es que no sé cómo hacer…

La chica del descapotable imaginó a Erbert encerrado en una nube hojeando su agenda. Cada hoja que deslizaba por la espiral tenía una chica dibujada. Una era morena con el pelo largo, otra pelirroja con abundantes rizos, otra castaña con melena francesa…

-Entiendo.- dijo la chica.
-En serio, me es imposible…- volvió a balbucear Erbert, tragando de nuevo.
-Entiendo, no importa.- dijo la chica mientras lanzaba uno de sus zapatos de tacón a la nube que representaba a Erbert y la rompía en mil añicos.- No pasa nada, te enviaré una postal desde Hong Kong.- ironizó.
-Gracias – sonrió al otro lado Erbert, pero la chica ya había colgado.

Mirando al teléfono, numerosos tu-tu-tu-tu salieron de él. Erbert colgó.


Desde la rueda del hámster, Erbert caminaba y caminaba. A su izquierda, las imágenes cotidianas pasaban una tras otra. Erbert redactaba informes hasta el anochecer. Solo paraba de cuando en cuando para mirar por la ventana. Imaginaba que un descapotable rojo paraba frente a su oficina. Luego continuaba trabajando hasta que llegó la hora de bajarse de la rueda y se metía en la cama. Alargando su brazo hasta la esquina inferior derecha, Erbert agarraba la hoja de cuadros y se tapaba con ella mientras apagaba la luz.

20150322 Cuento de animación.

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