- Lo siento, no podemos permitírnoslo.- Aquel joven impecable, elegante y preparado, me miraba con aflicción después de
escuchar durante más de media hora, casi sin interrumpirme.
- ¿Por qué?-. Contesté. Sabía la
respuesta, pero no renunciaba a oírla de nuevo.
- Las cosas son así. Es lo que pasa cuando
te encuentras en determinada etapa de tu vida.
Había una gran
diferencia entre él y los anteriores. La delicadeza y conexión profunda con las
que me hablaba. Quizá conociera a alguien cercano en mi misma situación. Una
hermana, su novia, una amiga… Probablemente no estuviera de acuerdo con esta
medida.
Miré las paredes de
aquella sala, repletas de mensajes positivos: “Construye tu futuro”; “Tú y solo
tú eres el dueño de tus sueños”; “Equipo es más que la suma de todos”.
De nuevo nuestras
miradas se encontraron.
- De verdad, lo siento. Te acompaño – me
dijo. No quise alargar aquello. Nos levantamos y avanzamos lentamente por el
largo pasillo mientras salíamos del ala cuyo letrero rezaba “Recursos Humanos”.
Me apretó las manos a modo de despedida. No sé por qué dije - Gracias - y él: No te rindas.
Antes de abandonar la recepción
me fijé en la amable secretaria que me había atendido cuando llegué. Imponente,
veterana y con un aspecto muy profesional, me guiño un ojo y me susurró desde
lejos: “Suerte”.
Suerte, suerte, estamos
contigo, no te rindas. Qué fácil de decir. O tal vez no. Los mensajes
anteriores fueron distintos:
- ¿Treinta?
- ¿Estás casada?
- ¿Piensas tener hijos?
¿Que le pasaba a esta
sociedad? ¿Acaso podía enfermar más? ¿Cuánto habíamos retrocedido en los
últimos años? ¿Qué sentido tenía estudiar y prepararse hasta agotar el último
aliento si no te quieren porque puedes quedarte embarazada?
Hace unos años los
discursos eran distintos. Se hablaba de conciliación. Los países nórdicos
reconocían el mismo período de baja a los padres y así la mujer no se
encontraba en desventaja.
La unión europea no
hacía más que aprobar leyes de igualdad para garantizar la paridad en empresas
e instituciones, pero se habían olvidado de esta grieta, habían olvidado que
hecha la ley hecha la trampa.
En los últimos años las
empresas se habían llenado de jovencitas becarias con una altísima preparación
y contratos precarios que pudieran interrumpirse antes de llegar a “esa etapa”.
Y las mujeres mayores de cuarenta y cinco se habían convertido en profesionales
cotizadas: Aptitudes, experiencia, y mínimo riesgo de embarazo.
El ascensor abrió sus
puertas y me expulsó entre un número indeterminado de gente al hall de la
entrada. El sol brillaba en el exterior. Necesitaba un café, pensé, y no sé
cómo me encontré sentada en la barra del bar de enfrente.
Algo me sacó de mi
ensoñación. La chica de la barra había dibujado un trébol de cuatro hojas en la
espuma de mi capuccino. La miré y me dirigió una sonrisa. Debía tener mi edad.
Estaba embarazada. Tal vez el bar fuera suyo.
Pedí la cuenta y la
camarera me dejó un ticket con una tarjeta sobre un platito.
- Toma – me dijo. Miré la tarjeta. Ponía
AMEEE “Asociación de Mujeres En Esa Etapa”. – No están lejos de aquí. Son un
círculo grande, empresarias, madres, ejecutivas y funcionarias. Con esas no
pueden. A través de un entramado de empresas de inversión están detrás de
muchas de las corporaciones que aparentemente cumplen las directrices del
Gobierno.
La miré, sorprendida.
- ¿Cómo es que no se sabe nada de esto?
- Se sabrá. Pronto. Se están preparando. Te gustarán. También hay hombres. Ese chico que te
entrevistó te vió por la ventana entrando en este bar y me llamó para que te
diera la tarjeta.
Me levanté para irme
mirando aquella tarjeta, con mi mente instalada en la duda.
- Gracias – ¿es así como encontraste este
empleo?
- No – me contestó – aunque es difícil
también es posible hacerlo sola.
- Eso es lo que pensaba.
Y guardando la tarjeta
en mi gabardina me despedí de ella con una sonrisa.
20141005 Cuento en tres finales. Final 3.
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