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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

lunes, 4 de agosto de 2014

El ego de Mamontova

Sergei Maliutin, maestro artesano, vivía y tenía su taller en Abrantsevo, un pequeño pueblo a las afueras de Moscú. 

Durante el invierno era complicado llegar hasta allí. En aquellos tiempos le gustaba decir que hibernaba, como los osos, pues de octubre a marzo la nieve hacía el camino impracticable, y Sergei se retiraba a su taller, y junto al fuego de la chimenea, creaba.

Durante mucho tiempo se consideró un artesano de sueños, sus pequeños juguetes apenas daban dinero para mantener a su esposa y sus tres hijos, dos varones y una niña, aunque era capaz de elaborar verdaderas obras de arte y de vez en cuando las cobraba bien.

Así llamaba a su taller: la fábrica de sueños, y así se presentaba en la gran capital cuando, con gran esfuerzo, se desplazaba con su hijo el mayor para mostrar sus creaciones, antes de que todo cambiara.

Una fría tarde de invierno, llamaron a su puerta y encontró la gruesa y roja cara de Savva Mamontov en la puerta, abrigado hasta las orejas, enfundado en un elegante y mullido abrigo verde, y portando una alargada caja de cartón bajo el brazo.

Savva Mamontov era uno de los más reconocidos mecenas de aquella deprimida sociedad rusa. Un viajero y comerciante incansable que un día le encontró en la feria de artesanía de Moscú.

-   Señor Mamontov, ¡qué inesperada sorpresa! Pase, por favor, hay un tremendo temporal fuera.
-   Gracias Maliutin, creo que debería considerar seriamente trasladar su taller a Moscú, es horrible llegar hasta aquí.

Aquella primera vez Mamontov extrajo de la caja un extraño juguete. Se trataba de un juego de muñecas japonesas de madera representando a los siete dioses de la fortuna o Shichi Fukujin, en el cual el Dios Fukurokuju contenía en su interior a las otras deidades.

-    Maliutin, mire qué belleza. Lo encontré en Japón, tuve que adquirirlo, pues me recuerda a todas nuestras tradiciones de esconder unos objetos en otros. Cree que podría hacer algo parecido?
-    Sergei lo admiró largamente. ¿Puedo quedármelo? – Preguntó.
-   Lo lamento pero no. Tengo comprometida su venta, por eso he hecho este largo camino para traérselo. Volveré en primavera me gustaría que creara algo similar.
-    Claro, lo intentaré.
-    Le dejaré una cantidad a cuenta para que pueda adquirir el material y regresaré cuando la nieve permita llegar hasta aquí sin morir en el intento.- Mamontov depositó una gran bolsa con monedas encima de la mesa del artesano, y Sergei respiró profundamente, sabiendo que aquel dinero pagaría muchas deudas, pues la madera con la que construía sus juguetes la encontraba junto a sus hijos en el bosque.

Aquel invierno, Sergei trabajó en su nuevo encargo, sin saber que le cambiaría la vida. Todo empezó cuando, frente a  aquel pedazo de madera miró a su hija y le preguntó qué juguete creía que debía tener otros dentro. Su pequeña le respondió:

-    Una mamá, porque su hijito sale de ella.

Y así, nació la matrioska. Sergei creó una muñeca de madera, con formas redondeadas, que se abría y contenía otra, y luego otra, y luego otra. A la primera la llamó Matrioska, a la segunda Troska, a la tercera Oska, y a la cuarta, ka. Y como era la última y no podía tener nada dentro, la última era un niño.
Luego creó series de ocho, la primera era una madre, pero la segunda era un varón, y se abría igualmente, y la tercera volvía a ser mujer, y así sucesivamente.

Savva Mamantov volvió en primavera. Le acompañaba su esposa, la bella e irreverente Marina Mamontova, una coqueta y hermosa mujer, mucho más joven que él. Hablaba y se movía de una forma musical, alrededor del taller, tomando entre sus manos cada objeto que veía, indicando con el dedo a su esposo:

-  Nos llevaremos, esto, y esto. Mira Savva, ¿acaso no es encantador? – y volvía a encapricharse de un nuevo juguete, y de otro, y otro.
-   Claro, querida. Lo que tú quieras.  ¿No es la mujer más bella del mundo? – Decía Mamontov.
-     Claro, señor - Le contestaba Maliutin. Pero veía la frialdad de ella y cómo sólo se fijaba en lo material, ignorándole a él y a sus hijos, a su pequeña hija, que, fascinada por su belleza la seguía a todas partes mostrándole los mejores juguetes del taller.

Los Mamontov se enamoraron de las matrioskas, y encargaron a Sergei muchas más. Maliutin  tuvo que tomar algún aprendiz, además de sus hijos, pues le llegaban encargos de todas partes de Rusia y del mundo, y sus pequeños juguetes cedieron el paso a una producción cada vez mayor de familias de matrioskas, que a veces eran madres y a veces otros personajes, pero todas tenían en su interior una familia de nuevas matrioskas, hasta 16.

Durante diez años los Mamontov acudieron al taller de Maliutin, y así el artesano y el mecenas se hicieron grandes amigos y socios. Mamontov se preocupaba por la educación de sus hijos y por la prosperidad de su amigo, e insistentemente le proponía trasladarse a Moscú. Pero a Maliutin le gustaba la tranquilidad de su pueblo y la prosperidad que había llegado al mismo con la apertura de nuevos y pequeños talleres de juguetes, abiertos por antiguos aprendices suyos para dar cabida a todos los pedidos que recibía.

Ella, la señora Mamontova, era distinta. Explosiva, como fuegos artificiales, pero vacía, le hablaba con desdén.

-   Sergei, con la cantidad de dinero que te estamos haciendo ganar, ¿cuándo arreglarás este destartalado taller? Mis vestidos salen ennegrecidos cada vez que vengo…

Él sonreía y la trataba con respeto, pero lo hacía por su amigo, y también porque se lo debía, pues no en vano fue ella, quien en su vanidad, buscando el reconocimiento en las altas esferas de la burguesía europea, presentó una de las bellas matrioskas de su taller en la edición de la exposición universal de París, correspondiente al año 1.900, obteniendo la medalla de bronce y haciéndose famosa en medio mundo.

En su última visita, Marina Mamontova buscó el encuentro a solas con él.

-  Sergei, tienes que superarte. ¿Qué haremos, para atravesar nuestro éxito? Necesito una matrioska muy especial, algo único, algo que me permita llegar a lo más alto, a los círculos más influyentes. Y quiero que me represente, que cuando la gente la vea sepa que soy yo.

Sergei mudó su rostro, y le invadió el pánico.

-   Señora, ¿Cómo podría cumplir semejante encargo? No es posible reproducir su belleza, y sería imposible para mí juzgar qué cosas hablan de usted.
-   Tonterías, Sergei, tienes que hacerlo. Y es muy importante que mi marido no se entere. –susurró Mamontova para acabar su frase.
-   Señora, me incomoda este encargo. Sería para mí un honor poder presentarle a alguno de mis discípulos que regentan talleres en la ciudad y que sin duda atenderían su petición con dedicación y entrega.
-   ¿Me tomas el pelo, Sergei? ¿Te estoy pidiendo una creación especial y me envías a ver a un aprendiz? No se hable más. Necesito la obra acabada dentro de un mes. Damos una fiesta en casa con invitados muy influyentes, y allí quiero exhibirla. La matrioska más bella que hayas creado, como representación de mis mil virtudes, pues al abrirla aparecerá otra más bella, y al abrirla otra más bella aún. Y esa será la metáfora, que cuanto más se me conoce más bella soy, y mi belleza exterior no es nada comparada con la interior. Sergei, la última pieza, ha de ser algo único e irrepetible. Tal vez deba ser una talla en oro o en alguna piedra preciosa. Te enviaré a mi joyero para que habléis y puedas instruirle en cómo ejecutarla.

Sergei la miró, casi sin respiración. Y ella continuó hablando:

-   En dos días estará aquí el orfebre. Y en un mes quiero la matrioska en mi casa. – Y poniendo en movimiento su cuerpo y su voz, cantó – Querido, ¿nos vamos?

Mamontov se le acercó y con su grave y profunda voz le dedicó un:

-    Maliutin, viejo amigo, nos vamos, te he dejado los encargos con tu hijo. Cuídate, trabajas mucho. – Y dándole un abrazo de oso se despidió de él.

Cuando se hubieron marchado, Sergei se sentó en su banco de trabajo agarrándose la cabeza con las manos. Su hija, testigo silencioso de toda la escena, se le acercó y le dijo:

-   No te preocupes padre. Sabrás hacerlo. – El la abrazó abrumado por el perverso pedido. Tendría que pensar en otra, en su propia hija si quería crear algo bello.

Le invadió un terrible dolor de cabeza y decidió retirarse, pues no era momento de centrarse en ello. Y el dolor de cabeza dio paso al sueño.

Las jaquecas se sucedieron durante todo el mes. Maliutin, reunió a sus hijos y a todos los artesanos de Abrantsevo, encargándoles la misión de crear la matrioska más bella que nunca hubieran realizado. Supervisaba personalmente cada creación, y su miedo iba creciendo, pues ninguna, ni la más perfecta, sería capaz de satisfacer el ego de Mamontova.

Faltaban dos días para entregar su encargo. El orfebre le había hecho llegar una diminuta reproducción de Marina Mamontova, ejecutada con tal delicadeza que enamoraba con sólo mirarla. Pero ninguna de las hermosas creaciones con las que Maliutin contaba en esa fecha parecía digna de cumplir el encargo solicitado.

Aquella noche, como todas las anteriores, no pudo dormir. Sin embargo, un ruido le sobresaltó. Alguien golpeaba con fuerza la puerta…  se apresuró a abrir, sorprendido de ver a su amigo Savva, borracho como una cuba.

-   Maliutin, amigo, déjame entrar, no hay una mísera habitación libre en este pueblucho, ya te dije que debías mudarte a Moscú.

-   Mamontov, ¿esto qué es?, ¿qué haces aquí? ¿A qué se debe tu estado? – preguntó Sergei mientras le ayudaba a pasar pues no se mantenía apenas en pie. De repente, aquel gigante con patas le abrazó y se echó a llorar.

Y derramó lágrimas, pero también su mal: cómo descubrió que su mujer le traicionaba, en el amor, con el dinero, y cómo ella se negaba a reconocerlo, cómo había tejido enrevesadas historias para que se enemistara con aquellos que le habían venido a revelar sus secretos. Cómo había sabido que coleccionaba amantes, con cada vez mayor posición social, y cómo tenía en el punto de mira a aquel cuya conquista significaría que le dejaría.

-    La mataría con mis propias manos - sentenció Mamontov, lleno de rencor…
-  Tengo una habitación para que te quedes esta noche. Relájate, mañana hablaremos y veremos qué hacer.

Pero Maliutin ya había decidido lo que haría. El aprecio que tenía a aquel hombre sumado al rencor por ella, quemaba sus venas como un veneno, por lo que trabajó durante toda la noche. Al día siguiente, envió su creación, perfectamente embalada, a su dueña. La matrioska que la definía, aquella que no se abría porque todas sus imperfecciones salían de ella como quistes de diferentes tamaños, como muestra indefectible de todas sus dobleces y personalidades, como perfecta metáfora de su falsedad y su hipocresía.

Sabía que ella no la abriría hasta la fiesta. Maliutin imaginaba que llegaba ese momento con calma y paciencia, los rumores de la sociedad moscovita no tardaban en llegar a Abrantsevo, y eso era lo mejor que podía hacer por su amigo.

Esperar, y saborear su dulce venganza.

20140508 Historia de una Imagen



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