Bebió un sorbo de su copa
de vino, mientras miraba a través de las vidrieras que daban acceso al jardín,
y, en efecto, los rayos de la luna llena iluminaban el sendero de blanca
gravilla descubriendo un elegante jardín japonés, rodeado de estrechos y
cantarines manantiales.
Quiso dejar la mente en
blanco, aquel ejercicio que tanto le gustaba y tan fácil le resultaba, tras
años de práctica de meditación vipassana, saboreando el espléndido Malbec
Reserva de 2012 de la bodega mendocina de la Famiglia Bianchi, dejándose
seducir por su complejidad y su intensidad, por su aroma a ciruela madura.
Levantó la copa hasta
situarla frente a sus ojos y la observó a contraluz, girando suavemente el
líquido en su interior para recrearse en ese cuerpo magnífico, y disfrutar como
pocos saben de ese remolino bermellón con aroma a fruta.
Apreciaba los caldos
argentinos, un poco menos que los nacionales, pero para él, era evidente por
qué éste había obtenido la calificación de “mejor tinto del mundo 2014” en
París.
Bajó la vista hacia su
muñeca, agitándola levemente. Su Rolex de oro emergió de la manga de la
impecable camisa de hilo. Consultó la hora, y decidió realizar una última
comprobación de la estancia.
Primeramente la
chimenea, observando el fuego de manera aprobadora, mientras escuchaba crepitar
los troncos de madera de encina,
aspirando el olor de la resina quemada invadiendo la estancia, y confiriéndole
un suave olor a hogar. Removió ligeramente aquellos leños con las tenacillas
metálicas, y una vez lo encontró a su gusto, recorrió la mullida alfombra
oriental traída de Samarkanda.
Acercándose a la librería
de caoba, comprobó el perfecto estado de alineamiento de todos sus incunables,
aquellas obras clásicas encuadernadas en cuero antiguo, de las que tan
orgulloso se sentía, y pasó uno de sus dedos por todos ellos, con pulcritud y
mimo, deteniéndose a colocar, aunque se encontraba perfectamente situado, un sujeta
libros de jade en forma de buda reclinado. Se enamoró de él en uno de sus
viajes a Myanmar, y le había costado una buena suma de tiempo y dinero sacarlo
del país, tal era su valor y el empeño baldío de las autoridades, en no
permitir el expolio de antigüedades.
Bebió un nuevo sorbo de
vino, dirigiéndose al antiguo escritorio colonial, reparando en los objetos
allí depositados con un premeditado y casual desorden, el abrecartas de cuerno
de rinoceronte por el que negoció largamente en Kenia, y la antigua lupa
adquirida en una subasta londinense, y que presuntamente perteneció a David
Livingstone, el ilustre médico, explorador y misionero escocés, a quien se
atribuye el descubrimiento de las Cataratas Victoria.
Y junto a ellos la
brújula, los instrumentos de medida, la pluma y el tintero de similar
antigüedad y presumiblemente propietarios igualmente ilustres, objetos todos
ellos adquiridos por indecentes cantidades de dinero, para formar parte del singular
hábitat de hombre refinado y solitario, fetichista y enamorado de las
antigüedades y de la belleza expresada en cualquier formato artístico, por las
que no dudaría viajar hasta los confines del mundo.
Un mundo que le
concedía disfrutar de la belleza en la
forma de aquellos misteriosos y espléndidos objetos, llenos de historia y
preciosidad, pero que no le había permitido conocer el amor espiritual, el amor
físico, el carnal, más allá de las relaciones negociadas a través de internet u
ofrecidas por elegantes y educados recepcionistas de los más prestigiosos
hoteles del mundo. Su ámbito social se reducía a las interacciones formales,
profesionales, y en ocasiones amistosas, dentro de un protocolo inventado que
fluía en un mundo elevado y superfluo, lejano a las emociones y al corazón.
Pese a su trabajo, a
pesar de ser considerado uno de los mejores topógrafos del interior, de la
emoción y de la mente humana, nunca en su interior había podido ver y sentir
como las personas que venían a visitarse a su consulta y, sentados en su diván,
fluían todo tipo de historias laberínticas que él se concentraba en
desentrañar, como un nudo borromeo en el que una de las piezas libera a las
demás.
Y así, se dejaba perder
en aquellas historias, dudando de su propio humanismo y lamentándose de su
pobreza interior, que buscaba desesperadamente en la meditación y recorriendo
el mundo, pues a su pesar nunca había sido capaz de experimentar en la vida un
mísero escalofrío al contacto de un abrazo o una caricia de otra piel.
Debussy dio paso a
Chopin, como estaba previsto, y las sonatas a piano le acompañaron en el resto
de su recorrido por la estancia. Esas nocturnas melancólicas y profundas, tan
adecuadas para aquella noche.
Comprobó las flores
frescas, como recién cortadas a pesar de la hora ya cercana a las diez de la
noche, perfumando la entrada al salón. La manta de mohair abandonada sobre el
sofá de cuero. La mesita auxiliar bajo la lámpara de lectura en la que reposaba boca abajo un libro abierto, junto a unas
pequeñas gafas sin montura, situadas cuidadosamente junto él.
Sí, todo hablaba de él,
todo allí era él. Así quería mostrarse.
Se dirigió entonces a
la espaciosa y moderna cocina junto al salón, dejándose invadir por el
delicioso olor del asado, comprobando su punto de cocción, y consultando de
nuevo el reloj calculando que en unos minutos estaría perfecto. Quiso cocinar
él, otra de sus grandes virtudes, poco conocidas, debido a la escasez de
oportunidades para hacer gala de ella.
Volvió de nuevo al
salón, atravesando el amplio y acogedor recibidor, adornado también con suntuosas
alfombras y tapices hindúes, que representaban escenas del Ramaiana, y comprobó
la mesa dispuesta para la cena, la vajilla victoriana perfectamente colocada,
la magnífica y antigua cubertería de plata, y la cristalería de Praga. Asintió,
aprobador, y comenzó a encender las velas de las decenas de candelabros que
salpicaban toda la casa.
Su corazón empezó a latir
un poco más rápido, sabiendo que se acercaba el momento en el que ella
llegaría.
Por un momento el
tiempo se detuvo y regresó a aquel día hace ya dos semanas, en el que Patricia,
su enfermera y secretaria, le anunció la llegada de una nueva paciente.
- Disculpe, Doctor, viene recomendada por
su amigo el Señor Gutiérrez, el Presidente de FP Oil Company, le llamó e
insistió mucho en que la viera, he tenido que hacerle hueco.
- Está bien Patricia – accedió – sé que te
indiqué que no aceptaras nuevos pacientes, pero Enrique es un amigo. Le llamaré
para conocer su interés por esta mujer. Hazla pasar y no me pases llamadas.
Intuyendo su presencia
en la puerta, levantó su mirada hacia ella. Y en aquel momento lo sintió, el
abismo bajo sus pies, solamente al verla. Su cuerpo esbelto y bien formado, su
traje de chaqueta corte Chanel, su cabello castaño y ondulado depositado con
esmero sobre sus hombros, sus inexpresivos ojos gris transparente, su piel
blanca y sus labios rojos, con aquel carmín que tan de moda se había puesto y
tan difícil de llevar era sin ofrecer una imagen de mujer fatal.
A la vez que Patricia
la hacía pasar a la consulta, él se deslizó por el canto de la puerta,
tartamudeando torpemente:
- Discúlpenme – consiguió articular
mientras se dirigía al teléfono de la mesa de su secretaria y marcaba de forma
acelerada un conocido número. Tenía que hablar con Enrique, tenía que saber de
dónde había salido ella.
- No la conozco, Max, un gran cliente mío
recibió una llamada de uno de sus mejores proveedores en el extranjero y le
pidió que la atendiera. Él sabía que yo te conocía, por Maggy, y ya sabes que
eres profesional muy cotizado, me pidió el favor para a su vez devolver otro.
Si pudieras verla solo una vez, luego ya es cosa tuya… te lo agradecería mucho…
- No te preocupes Enrique, está aquí, en
mi consulta, quería hablar contigo antes, me haré cargo de su caso, te veo el
viernes en el club, chao. - Y colgando el teléfono, la mirada perdida a través
de la ventana, notó como Patricia se le acercaba, mirándole y preguntando
sorprendida:
- Doctor, ¿le ocurre algo? ¿se encuentra
bien?
- Eeeeh, sí, Patricia, disculpe, no se
preocupe. Disculpe por haber invadido su mesa, estoy bien.
- ¿Quiere que le prepare algo, Doctor? ¿Un
café o una infusión?
- No, no, gracias, bueno, un whisky con
hielo, por favor. Sí, no me mire así, ya sé que no es lo habitual, que no bebo
en la consulta… Espere, veamos si la señorita…. señora….
- Avernon –apuntó Patricia – Señorita Ángela
Avernon.
- Avernon, sí, gracias. Veamos si la
Señorita Avernon desea algo.
Se dirigió de nuevo a
su despacho, de forma decidida, intentando sobreponerse al temblor de voz y a
su inexplicable sudoración. Entró en la consulta, observando la estancia como
si de la primera vez se tratara, aquel elegante despacho, luminoso, que acogía
regios muebles de madera de nogal, decenas de diplomas cuidadosamente
enmarcados, y una gran librería dedicada al psicoanálisis. Y en el centro de la
sala, una hermosa alfombra blanca de alpaca, en contraste con el oscuro suelo
de roble, en la que reposaba un diván de
cuero color marfil, diseño exclusivo de Mies Van der Rohe.
La encontró allí,
sentada de manera exquisita y sensual en el diván, las piernas cruzadas y ligeramente
inclinadas hacia la izquierda, y su mano derecha apoyada ligeramente en el
asiento, con la mirada perdida en la pared en la que exhibía todos sus
diplomas, los académicos, los honoríficos, los de reconocimiento, de todo tipo
de instituciones y congresos.
- Eh… Señora, señorita Avernon. ¿Desea
tomar algo? – balbuceó.
Ella lo miró de forma
inexpresiva, sin dejarle entrever qué pensaba, qué sentía. Le miraba en
silencio, y él intentaba con desesperación aplicar todos sus conocimientos
sobre la comunicación no verbal, leyendo sus movimientos, intentando percibir
su áurea, pero parecía que ella lo sabía, pues de repente dirigió sus ojos al
suelo, sonrió, para congelar a continuación su sonrisa, y volver a mirarle.
Entonces se levantó y
avanzó hacia él de forma pausada y sutil, extendió su mano, y él recordó que no
se habían presentado, pues cuando Patricia la hizo pasar, él sintió una punzada
en el corazón y se disculpó torpemente saliendo de manera apresurada para
abalanzarse sobre el teléfono de la mesa de su secretaria y llamar a Enrique.
- Señorita Avernon, encantado, soy el
doctor…
- Máximo Cuesta – interrumpió ella con un
tono de voz grave pero melódico, sin acento, a pesar de su aspecto exótico,
entre nórdico y oriental.- Encantada, Doctor, he realizado un largo viaje para
encontrarle. Y entonces estrechó su mano ofreciéndole el dorso de la suya y
acercándola a sus labios, en un gesto de otro tiempo, que él no pudo rechazar.
Besó la aterciopelada piel, inhalando el suave aroma de la crema de manos con esencia
de jazmín, y le invadió de nuevo el abismo, cerrando sus ojos, y sintiendo que un
torbellino le llevaba a otros mundos y a otro tiempo. La voz de ella le hizo
regresar.
- Doctor Cuesta, no le haré perder mucho
tiempo. Vd. y yo nos conocemos. En el fondo Vd. lo sabe. No he venido a
psicoanalizarme. Quiero verle, deseo verle y encontrarme con Vd. más allá de
los sueños. Si es posible en su casa, si es posible dentro de dos semanas. Iré
a verle, a las diez. Puede Vd. invitarme a cenar, y a una copa de buen vino, le
prometo excelente conversación y una velada que jamás podrá olvidar, durante el
resto de su vida.
- Eehh… bueno, esto es algo precipitado,
debería ver mi agenda, digo…. sí, es decir, podría ser, claro que podría –
pronunció torpemente el doctor, profundamente conmocionado con la proposición.
- Perfecto. No hace falta que diga nada
más. Le pediré la dirección a su secretaria, y Vd. puede ir haciendo hueco en
su agenda ese día. El jueves dentro de dos semanas. A las 22:00 horas. Me
encanta Chopin, puede tenerlo de música de fondo ese día.
Y con movimientos
igualmente delicados y elegantes, soltó la mano del doctor, atusó su perfecta
falda Chanel y estiró su chaquetilla corta hasta la cadera. Colocó su cabello
castaño y ondulado sobre sus hombros, y volvió a tender su mano hacia él, pero
en lugar de esperar a que él la aceptara de nuevo, ella tomó su mentón, y se le
acercó, lo suficiente como para poder compartir la respiración.
Así que tras dos
inhalaciones y exhalaciones compartidas, la señorita Avernon colocó sus
sensuales labios sobre los de él, y le dio un cálido y profundo beso, sin que aquel
experimentado profesional del psicoanálisis pudiera reaccionar. El beso llegó a
su fin, y cuando ella se separó, abrió el pequeño cluth de mano, del que sacó
un delicado pañuelo, retiró el carmín de los labios de aquel perplejo y
paralizado Doctor Cuesta, y, seguidamente, sin mediar una palabra, se
desvaneció tras la puerta de la consulta.
Aquellas dos semanas
experimentó todo lo que se afanaba cada día en explicar a sus pacientes. Que no
es que la piel quiera abandonarles para pertenecer a aquel a quien aman
profundamente, sino que ese síntoma se denomina GRS, Galvanic reaction of skin,
y solamente se trata de una reacción dermoeléctrica fruto de la ansiedad o el
deseo.
Que no es que vean
visiones, sino que ese mismo estado provoca sensaciones sinestésicas, y
entonces los colores tienen sonido, y las palabras color, y se pueden observar
figuras geométricas volando frente a uno mismo, sin necesidad de haber
consumido drogas.
Dos semanas soñando
extrañas historias en las que aquella mujer se le aparecía en todos sus viajes,
como una estrella fugaz, para hacerle comprender que siempre la había estado
esperando.
Y así fue, como una visión
del pasado, como una imagen proyectada por su corazón, por su solitaria alma,
con todos los ingredientes para hacerle perder la cabeza. Su belleza de otro
tiempo, su coraje, su valentía, su delicadeza y su olor a jazmín, su
sofisticación, y su voz. Esa voz que tenía sabor, pues al recordarla él sentía
el sabor de aquel vino refinado, ese Malbec que ahora saboreaba.
Un motor se escuchó al
principio de la calle, y al dirigir su mirada hacia la entrada contempló el haz
de los faros del coche que se colaban por los cristales de las jambas de la
puerta. Abrió antes de que
sonara el timbre, y pudo ver cómo ella pagaba al taxista con un gesto
indiferente acercándole un billete y sin esperar el cambio.
La miró, estaba
magnífica. Vestía un vestido largo y ceñido, del mismo color que su piel, sin
apenas adornos ni costuras, una delicada seda que caía sobre su cuerpo, para
retirarse, delicadamente, hacia sus tobillos, y descubrir las frágiles
sandalias que apenas abrazaban sus pies. El pelo suelto, cayendo
en cascada sobre sus hombros, enmarcando su pálido y exótico rostro, esta vez
maquillado en tonos pastel, aquellos ojos grises bailando ante él derrochando
vida, y sus labios pintados de un suave rosa sonriendo levemente.
La luz de la luna la
enmarcaba, y el Doctor Cuesta creyó perder la respiración, y tuvo que hacer
esfuerzos para recuperarla, y no caer sin sentido.
Exhibiendo segura su
sonrisa, caminó hacia él, le ofreció su mano, como la primera vez, y le dijo:
- Doctor Cuesta, han pasado dos semanas,
aquí estoy, como le dije. ¿Cómo se encuentra?
Señorita Avernon – dijo él tomando su
mano y besando su dorso, embriagado de nuevo por el aroma a jazmín. – Incrédulo
de que haya llegado este momento tan deseado, impactado con su belleza que
rivaliza con la de la luna esta noche, y esperándola, todo está dispuesto.
Chopin, un delicioso vino, y un servidor a sus pies, dispuesto a escuchar todo
lo que Vd. esté dispuesta a compartir conmigo esta noche.
Y así, conversando
cordialmente entraron en la casa, las velas bailando a causa de la corriente,
en la chimenea el fuego crepitando, el Doctor Cuesta perdido de amor, y la
señorita Avernon, exultante, sabedora de su triunfo aquella noche.
El llenó dos copas de
vino, ofreciéndole una a ella, mientras la acompañaba a acomodarse al sofá de
la estancia.
- Y dígame, señorita Avernon, ¿puedo
llamarla Ángela? ¿cómo podría soportar un científico como yo más misterio? ¿no
cree que debería apiadarse de mí y revelarme el objetivo de su visita, que, por
otro lado, no precisa de ningún objetivo para resultarme exquisita?
Ella volvió a sonreír, implacablemente
seductora.
- Doctor Cuesta, Vd. sabe quién soy, lleva
dos semana recordándome en sueños, reconociéndome en decenas de lugares en los
que ha estado.
- ¿Cómo puede saber eso? Debe ser cosa de
brujería, señorita Avernon, creo que me ha hechizado, no se lo he revelado a
nadie…
- Pero es así, no es cierto, Doctor?
¿Acaso no podría ser cierto que en verdad nos vimos en todos aquellos sitios?
El Doctor comenzó de
nuevo a sudar, tragando con nerviosismo, e intentado enumerar todas aquellas
visiones… El hospital en el que se reponía de la fiebre amarilla en Uganda, la
liberación del buque que lo dejaría en la cosa de Zanzíbar tras el secuestro
del grupo terrorista somalí, el golpe de estado en Myanmar, la barca a la
deriva en el Zambeze cercana a la caída de las cataratas, el ataque del
elefante indio en Chitwan… en todos aquellos casos y unos cuantos más había
creído verla… pero seguía sin entender.
-
Doctor Cuesta, no tenga prisa. Esta
velada será la más especial del resto de su vida, disfrute de ella, bebamos,
hagamos el amor, sienta todo aquello que nunca ha sentido por una mujer… Yo le
haré feliz, para siempre…
Y entonces lo entendió.
Entendió quién era ella y que le había enamorado para que no se resistiera. Y
dejando las copas de ambos en la mesita auxiliar junto al sofá, acarició su
cuello y luego su cintura y la besó, apasionadamente. Besó a la muerte mientras
ella se dejaba querer como una mujer vestida de deseo y de luz de luna, por que
durante años le había querido y siempre se le había escapado.
Pero aquella noche
sería suyo, aquella noche y durante toda
la eternidad…
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