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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

lunes, 4 de agosto de 2014

Sonata a una Demente Luna

Sonaba Debussy en el reproductor de música. Claro de Luna, como escenario de aquella noche blanca y serena, que se le antojaba mágica.

Bebió un sorbo de su copa de vino, mientras miraba a través de las vidrieras que daban acceso al jardín, y, en efecto, los rayos de la luna llena iluminaban el sendero de blanca gravilla descubriendo un elegante jardín japonés, rodeado de estrechos y cantarines manantiales.

Quiso dejar la mente en blanco, aquel ejercicio que tanto le gustaba y tan fácil le resultaba, tras años de práctica de meditación vipassana, saboreando el espléndido Malbec Reserva de 2012 de la bodega mendocina de la Famiglia Bianchi, dejándose seducir por su complejidad y su intensidad, por su aroma a ciruela madura.

Levantó la copa hasta situarla frente a sus ojos y la observó a contraluz, girando suavemente el líquido en su interior para recrearse en ese cuerpo magnífico, y disfrutar como pocos saben de ese remolino bermellón con aroma a fruta.

Apreciaba los caldos argentinos, un poco menos que los nacionales, pero para él, era evidente por qué éste había obtenido la calificación de “mejor tinto del mundo 2014” en París.

Bajó la vista hacia su muñeca, agitándola levemente. Su Rolex de oro emergió de la manga de la impecable camisa de hilo. Consultó la hora, y decidió realizar una última comprobación de la estancia.

Primeramente la chimenea, observando el fuego de manera aprobadora, mientras escuchaba crepitar los troncos de  madera de encina, aspirando el olor de la resina quemada invadiendo la estancia, y confiriéndole un suave olor a hogar. Removió ligeramente aquellos leños con las tenacillas metálicas, y una vez lo encontró a su gusto, recorrió la mullida alfombra oriental traída de Samarkanda.

Acercándose a la librería de caoba, comprobó el perfecto estado de alineamiento de todos sus incunables, aquellas obras clásicas encuadernadas en cuero antiguo, de las que tan orgulloso se sentía, y pasó uno de sus dedos por todos ellos, con pulcritud y mimo, deteniéndose a colocar, aunque se encontraba perfectamente situado, un sujeta libros de jade en forma de buda reclinado. Se enamoró de él en uno de sus viajes a Myanmar, y le había costado una buena suma de tiempo y dinero sacarlo del país, tal era su valor y el empeño baldío de las autoridades, en no permitir el expolio de antigüedades.

Bebió un nuevo sorbo de vino, dirigiéndose al antiguo escritorio colonial, reparando en los objetos allí depositados con un premeditado y casual desorden, el abrecartas de cuerno de rinoceronte por el que negoció largamente en Kenia, y la antigua lupa adquirida en una subasta londinense, y que presuntamente perteneció a David Livingstone, el ilustre médico, explorador y misionero escocés, a quien se atribuye el descubrimiento de las Cataratas Victoria.

Y junto a ellos la brújula, los instrumentos de medida, la pluma y el tintero de similar antigüedad y presumiblemente propietarios igualmente ilustres, objetos todos ellos adquiridos por indecentes cantidades de dinero, para formar parte del singular hábitat de hombre refinado y solitario, fetichista y enamorado de las antigüedades y de la belleza expresada en cualquier formato artístico, por las que no dudaría viajar hasta los confines del mundo.

Un mundo que le concedía disfrutar de  la belleza en la forma de aquellos misteriosos y espléndidos objetos, llenos de historia y preciosidad, pero que no le había permitido conocer el amor espiritual, el amor físico, el carnal, más allá de las relaciones negociadas a través de internet u ofrecidas por elegantes y educados recepcionistas de los más prestigiosos hoteles del mundo. Su ámbito social se reducía a las interacciones formales, profesionales, y en ocasiones amistosas, dentro de un protocolo inventado que fluía en un mundo elevado y superfluo, lejano a las emociones y al corazón.

Pese a su trabajo, a pesar de ser considerado uno de los mejores topógrafos del interior, de la emoción y de la mente humana, nunca en su interior había podido ver y sentir como las personas que venían a visitarse a su consulta y, sentados en su diván, fluían todo tipo de historias laberínticas que él se concentraba en desentrañar, como un nudo borromeo en el que una de las piezas libera a las demás.

Y así, se dejaba perder en aquellas historias, dudando de su propio humanismo y lamentándose de su pobreza interior, que buscaba desesperadamente en la meditación y recorriendo el mundo, pues a su pesar nunca había sido capaz de experimentar en la vida un mísero escalofrío al contacto de un abrazo o una caricia de otra piel.

Debussy dio paso a Chopin, como estaba previsto, y las sonatas a piano le acompañaron en el resto de su recorrido por la estancia. Esas nocturnas melancólicas y profundas, tan adecuadas para aquella noche.
Comprobó las flores frescas, como recién cortadas a pesar de la hora ya cercana a las diez de la noche, perfumando la entrada al salón. La manta de mohair abandonada sobre el sofá de cuero. La mesita auxiliar bajo la lámpara de lectura en la que reposaba boca abajo un libro abierto, junto a unas pequeñas gafas sin montura, situadas cuidadosamente junto él.

Sí, todo hablaba de él, todo allí era él. Así quería mostrarse.

Se dirigió entonces a la espaciosa y moderna cocina junto al salón, dejándose invadir por el delicioso olor del asado, comprobando su punto de cocción, y consultando de nuevo el reloj calculando que en unos minutos estaría perfecto. Quiso cocinar él, otra de sus grandes virtudes, poco conocidas, debido a la escasez de oportunidades para hacer gala de ella.

Volvió de nuevo al salón, atravesando el amplio y acogedor recibidor, adornado también con suntuosas alfombras y tapices hindúes, que representaban escenas del Ramaiana, y comprobó la mesa dispuesta para la cena, la vajilla victoriana perfectamente colocada, la magnífica y antigua cubertería de plata, y la cristalería de Praga. Asintió, aprobador, y comenzó a encender las velas de las decenas de candelabros que salpicaban toda la casa.

Su corazón empezó a latir un poco más rápido, sabiendo que se acercaba el momento en el que ella llegaría.
Por un momento el tiempo se detuvo y regresó a aquel día hace ya dos semanas, en el que Patricia, su enfermera y secretaria, le anunció la llegada de una nueva paciente.

-      Disculpe, Doctor, viene recomendada por su amigo el Señor Gutiérrez, el Presidente de FP Oil Company, le llamó e insistió mucho en que la viera, he tenido que hacerle hueco.

-    Está bien Patricia – accedió – sé que te indiqué que no aceptaras nuevos pacientes, pero Enrique es un amigo. Le llamaré para conocer su interés por esta mujer. Hazla pasar y no me pases llamadas.
Intuyendo su presencia en la puerta, levantó su mirada hacia ella. Y en aquel momento lo sintió, el abismo bajo sus pies, solamente al verla. Su cuerpo esbelto y bien formado, su traje de chaqueta corte Chanel, su cabello castaño y ondulado depositado con esmero sobre sus hombros, sus inexpresivos ojos gris transparente, su piel blanca y sus labios rojos, con aquel carmín que tan de moda se había puesto y tan difícil de llevar era sin ofrecer una imagen de mujer fatal.

A la vez que Patricia la hacía pasar a la consulta, él se deslizó por el canto de la puerta, tartamudeando torpemente:

-      Discúlpenme – consiguió articular mientras se dirigía al teléfono de la mesa de su secretaria y marcaba de forma acelerada un conocido número. Tenía que hablar con Enrique, tenía que saber de dónde había salido ella.

-   No la conozco, Max, un gran cliente mío recibió una llamada de uno de sus mejores proveedores en el extranjero y le pidió que la atendiera. Él sabía que yo te conocía, por Maggy, y ya sabes que eres profesional muy cotizado, me pidió el favor para a su vez devolver otro. Si pudieras verla solo una vez, luego ya es cosa tuya… te lo agradecería mucho…

-     No te preocupes Enrique, está aquí, en mi consulta, quería hablar contigo antes, me haré cargo de su caso, te veo el viernes en el club, chao. - Y colgando el teléfono, la mirada perdida a través de la ventana, notó como Patricia se le acercaba, mirándole y preguntando sorprendida:

-      Doctor, ¿le ocurre algo? ¿se encuentra bien?
-     Eeeeh, sí, Patricia, disculpe, no se preocupe. Disculpe por haber invadido su mesa, estoy bien.
-      ¿Quiere que le prepare algo, Doctor? ¿Un café o una infusión?
-      No, no, gracias, bueno, un whisky con hielo, por favor. Sí, no me mire así, ya sé que no es lo habitual, que no bebo en la consulta… Espere, veamos si la señorita…. señora….
-      Avernon –apuntó Patricia – Señorita Ángela Avernon.
-      Avernon, sí, gracias. Veamos si la Señorita Avernon desea algo.

Se dirigió de nuevo a su despacho, de forma decidida, intentando sobreponerse al temblor de voz y a su inexplicable sudoración. Entró en la consulta, observando la estancia como si de la primera vez se tratara, aquel elegante despacho, luminoso, que acogía regios muebles de madera de nogal, decenas de diplomas cuidadosamente enmarcados, y una gran librería dedicada al psicoanálisis. Y en el centro de la sala, una hermosa alfombra blanca de alpaca, en contraste con el oscuro suelo de roble, en la que reposaba un  diván de cuero color marfil, diseño exclusivo de Mies Van der Rohe.

La encontró allí, sentada de manera exquisita y sensual en el diván, las piernas cruzadas y ligeramente inclinadas hacia la izquierda, y su mano derecha apoyada ligeramente en el asiento, con la mirada perdida en la pared en la que exhibía todos sus diplomas, los académicos, los honoríficos, los de reconocimiento, de todo tipo de instituciones y congresos.

-      Eh… Señora, señorita Avernon. ¿Desea tomar algo? – balbuceó.

Ella lo miró de forma inexpresiva, sin dejarle entrever qué pensaba, qué sentía. Le miraba en silencio, y él intentaba con desesperación aplicar todos sus conocimientos sobre la comunicación no verbal, leyendo sus movimientos, intentando percibir su áurea, pero parecía que ella lo sabía, pues de repente dirigió sus ojos al suelo, sonrió, para congelar a continuación su sonrisa, y volver a mirarle.

Entonces se levantó y avanzó hacia él de forma pausada y sutil, extendió su mano, y él recordó que no se habían presentado, pues cuando Patricia la hizo pasar, él sintió una punzada en el corazón y se disculpó torpemente saliendo de manera apresurada para abalanzarse sobre el teléfono de la mesa de su secretaria y llamar a Enrique.

-      Señorita Avernon, encantado, soy el doctor…

-    Máximo Cuesta – interrumpió ella con un tono de voz grave pero melódico, sin acento, a pesar de su aspecto exótico, entre nórdico y oriental.- Encantada, Doctor, he realizado un largo viaje para encontrarle. Y entonces estrechó su mano ofreciéndole el dorso de la suya y acercándola a sus labios, en un gesto de otro tiempo, que él no pudo rechazar.

Besó la aterciopelada piel, inhalando el suave aroma de la crema de manos con esencia de jazmín, y le invadió de nuevo el abismo, cerrando sus ojos, y sintiendo que un torbellino le llevaba a otros mundos y a otro tiempo. La voz de ella le hizo regresar.

-      Doctor Cuesta, no le haré perder mucho tiempo. Vd. y yo nos conocemos. En el fondo Vd. lo sabe. No he venido a psicoanalizarme. Quiero verle, deseo verle y encontrarme con Vd. más allá de los sueños. Si es posible en su casa, si es posible dentro de dos semanas. Iré a verle, a las diez. Puede Vd. invitarme a cenar, y a una copa de buen vino, le prometo excelente conversación y una velada que jamás podrá olvidar, durante el resto de su vida.

-      Eehh… bueno, esto es algo precipitado, debería ver mi agenda, digo…. sí, es decir, podría ser, claro que podría – pronunció torpemente el doctor, profundamente conmocionado con la proposición.

-    Perfecto. No hace falta que diga nada más. Le pediré la dirección a su secretaria, y Vd. puede ir haciendo hueco en su agenda ese día. El jueves dentro de dos semanas. A las 22:00 horas. Me encanta Chopin, puede tenerlo de música de fondo ese día.

Y con movimientos igualmente delicados y elegantes, soltó la mano del doctor, atusó su perfecta falda Chanel y estiró su chaquetilla corta hasta la cadera. Colocó su cabello castaño y ondulado sobre sus hombros, y volvió a tender su mano hacia él, pero en lugar de esperar a que él la aceptara de nuevo, ella tomó su mentón, y se le acercó, lo suficiente como para poder compartir la respiración.

Así que tras dos inhalaciones y exhalaciones compartidas, la señorita Avernon colocó sus sensuales labios sobre los de él, y le dio un cálido y profundo beso, sin que aquel experimentado profesional del psicoanálisis pudiera reaccionar. El beso llegó a su fin, y cuando ella se separó, abrió el pequeño cluth de mano, del que sacó un delicado pañuelo, retiró el carmín de los labios de aquel perplejo y paralizado Doctor Cuesta, y, seguidamente, sin mediar una palabra, se desvaneció tras la puerta de la consulta.

Aquellas dos semanas experimentó todo lo que se afanaba cada día en explicar a sus pacientes. Que no es que la piel quiera abandonarles para pertenecer a aquel a quien aman profundamente, sino que ese síntoma se denomina GRS, Galvanic reaction of skin, y solamente se trata de una reacción dermoeléctrica fruto de la ansiedad o el deseo.

Que no es que vean visiones, sino que ese mismo estado provoca sensaciones sinestésicas, y entonces los colores tienen sonido, y las palabras color, y se pueden observar figuras geométricas volando frente a uno mismo, sin necesidad de haber consumido drogas.

Dos semanas soñando extrañas historias en las que aquella mujer se le aparecía en todos sus viajes, como una estrella fugaz, para hacerle comprender que siempre la había estado esperando.

Y así fue, como una visión del pasado, como una imagen proyectada por su corazón, por su solitaria alma, con todos los ingredientes para hacerle perder la cabeza. Su belleza de otro tiempo, su coraje, su valentía, su delicadeza y su olor a jazmín, su sofisticación, y su voz. Esa voz que tenía sabor, pues al recordarla él sentía el sabor de aquel vino refinado, ese Malbec que ahora saboreaba.

Un motor se escuchó al principio de la calle, y al dirigir su mirada hacia la entrada contempló el haz de los faros del coche que se colaban por los cristales de las jambas de la puerta. Abrió antes de que sonara el timbre, y pudo ver cómo ella pagaba al taxista con un gesto indiferente acercándole un billete y sin esperar el cambio.

La miró, estaba magnífica. Vestía un vestido largo y ceñido, del mismo color que su piel, sin apenas adornos ni costuras, una delicada seda que caía sobre su cuerpo, para retirarse, delicadamente, hacia sus tobillos, y descubrir las frágiles sandalias que apenas abrazaban sus pies. El pelo suelto, cayendo en cascada sobre sus hombros, enmarcando su pálido y exótico rostro, esta vez maquillado en tonos pastel, aquellos ojos grises bailando ante él derrochando vida, y sus labios pintados de un suave rosa sonriendo levemente.

La luz de la luna la enmarcaba, y el Doctor Cuesta creyó perder la respiración, y tuvo que hacer esfuerzos para recuperarla, y no caer sin sentido.

Exhibiendo segura su sonrisa, caminó hacia él, le ofreció su mano, como la primera vez, y le dijo:

-      Doctor Cuesta, han pasado dos semanas, aquí estoy, como le dije. ¿Cómo se encuentra?

    Señorita Avernon – dijo él tomando su mano y besando su dorso, embriagado de nuevo por el aroma a jazmín. – Incrédulo de que haya llegado este momento tan deseado, impactado con su belleza que rivaliza con la de la luna esta noche, y esperándola, todo está dispuesto. Chopin, un delicioso vino, y un servidor a sus pies, dispuesto a escuchar todo lo que Vd. esté dispuesta a compartir conmigo esta noche.

Y así, conversando cordialmente entraron en la casa, las velas bailando a causa de la corriente, en la chimenea el fuego crepitando, el Doctor Cuesta perdido de amor, y la señorita Avernon, exultante, sabedora de su triunfo aquella noche.

El llenó dos copas de vino, ofreciéndole una a ella, mientras la acompañaba a acomodarse al sofá de la estancia.
-     Y dígame, señorita Avernon, ¿puedo llamarla Ángela? ¿cómo podría soportar un científico como yo más misterio? ¿no cree que debería apiadarse de mí y revelarme el objetivo de su visita, que, por otro lado, no precisa de ningún objetivo para resultarme exquisita?

Ella volvió a sonreír, implacablemente seductora.
-  Doctor Cuesta, Vd. sabe quién soy, lleva dos semana recordándome en sueños, reconociéndome en decenas de lugares en los que ha estado.
-   ¿Cómo puede saber eso? Debe ser cosa de brujería, señorita Avernon, creo que me ha hechizado, no se lo he revelado a nadie…
-     Pero es así, no es cierto, Doctor? ¿Acaso no podría ser cierto que en verdad nos vimos en todos aquellos sitios?

El Doctor comenzó de nuevo a sudar, tragando con nerviosismo, e intentado enumerar todas aquellas visiones… El hospital en el que se reponía de la fiebre amarilla en Uganda, la liberación del buque que lo dejaría en la cosa de Zanzíbar tras el secuestro del grupo terrorista somalí, el golpe de estado en Myanmar, la barca a la deriva en el Zambeze cercana a la caída de las cataratas, el ataque del elefante indio en Chitwan… en todos aquellos casos y unos cuantos más había creído verla… pero seguía sin entender.
-          
    Doctor Cuesta, no tenga prisa. Esta velada será la más especial del resto de su vida, disfrute de ella, bebamos, hagamos el amor, sienta todo aquello que nunca ha sentido por una mujer… Yo le haré feliz, para siempre

Y entonces lo entendió. Entendió quién era ella y que le había enamorado para que no se resistiera. Y dejando las copas de ambos en la mesita auxiliar junto al sofá, acarició su cuello y luego su cintura y la besó, apasionadamente. Besó a la muerte mientras ella se dejaba querer como una mujer vestida de deseo y de luz de luna, por que durante años le había querido y siempre se le había escapado.

Pero aquella noche sería suyo, aquella noche y durante toda  la eternidad…

20140428 Atmósfera y tono




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