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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

lunes, 4 de agosto de 2014

La tormenta

Apenas veía a través del parabrisas del coche. Mares de agua se deslizaban por el cristal en aquella noche de tormenta e incertidumbre.

Se esforzaba por adivinar cada tramo del camino. Ni una luz, ni una pista, solo su intuición y su voluntad, su esfuerzo por mantener el rumbo e ir agotando la carretera, hasta llegar a casa.

Miró a su lado, y hacia atrás. Las pequeñas cabezas bailaban como tentempiés en los cuellos de aquellos duendes vencidos por el sueño. Tres diablillos narcotizados por la biodramina. Así es mejor. No quería ni pensar en aquel viaje con los niños mareándose en cada curva.

Sentía la sequedad en su garganta, el estrés que se había instalado en su estómago y subía hasta su boca para acabar con cualquier gota de humedad que pudiera reconfortarla. Alargó su mano hasta el asiento de al lado y, a tientas, reconoció la pequeña botella que siempre acompañaba a su hija mediana, Ana. Porque siempre, siempre, cuando salía de casa, sentía una irremediable sed y decía: “mamá, quiero agua”.

Se la llevó a los labios, haciendo un tremendo esfuerzo por mantener fijo el volante con su mano izquierda, reduciendo la velocidad y sin permitirse apartar los ojos de la calzada.

Sintió el agua deslizarse por su garganta, aliviando apenas su angustia, y entonces pudo percibir el peso de la responsabilidad en su pecho, en su cuello, y en su espalda.

Levantó sus hombros, girándolos alternativamente, para deshacerse de ese tremendo pinchazo junto a su escápula derecha, ese que se había instalado aquella tarde, y que hacía que cada pequeña tarea fuera imposible. Levantar el teléfono, saludar a sus clientes, abrir la puerta, conducir…

Sí, conducir ya era difícil con ese dolor nuevo, pero la tormenta le descubría que siempre puede ser peor…

Hace unos días empezó a suponerlo. La nueva Dirección se había reunido para diseñar el plan estratégico. Por primera vez en diez años no la habían llamado. Por primera vez, esperaba, sin capacidad de conducir su vida, que le comunicaran qué pasaría con su Departamento.

Hacía semanas que sentía a sus compañeros lejos, distantes, probablemente también preocupados, o quizás ya resignados. Aquellos con los que había compartido tantos proyectos los últimos años, estaban en la misma situación.

Los comentarios de café eran siempre los mismos. Los nuevos se reunían y hacían números sin contarles qué pasaba. De pronto les llamaban, les preguntaban alguna cosa, y luego se iban, sin explicarles qué pasaba.

¿Cómo habían llegado hasta allí?. Cuando Federico, el nuevo Director General, se incorporó a la empresa, habló con todos ellos para ratificarles su confianza. Pero poco a poco se crearon otras figuras directivas en el Comité, al que se iban incorporando nuevos compañeros, que, curiosamente, ya habían trabajado con él.

Luego nació el Subcomité de Staff, solo formado por las nuevas posiciones. Y ahí se desencadenó todo.

Sin desclavar la vista de la carretera, se vió a sí misma por la mañana, n el despacho del abogado, leyendo cada uno de los términos del divorcio, intentando averiguar, en cada uno de los acuerdos, qué se había roto para llegar hasta allí.

Entonces sonó el teléfono. “Katia”, aparecía intermitentemente en la pantalla. La secretaria del Director General. Era su móvil personal. Qué raro. Contestó.

-          Dime Katia, no puedo atenderte ahora,  ¿es urgente?
-       ¿Dónde estás? - Contestó ella, con voz autoritaria, como si no pensase esperar ni un minuto a que la atendieran.
-          Katia estoy firmando los papeles de mi divorcio, en fín, dije que no estaría esta mañana.
-          Está bien, no necesito mucho tiempo. ¿Estás libre para comer?
-          Sí, acabo en un ratito. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
-       Quedamos donde las ensaladas a las dos. Tienes que saber algo antes de la reunión de esta tarde. Te veo luego, un beso, y no firmes nada a favor de ese imbécil, recuerda que tienes tres hijos.
-          Claro Katia, luego te veo. – Pero ya había colgado.

Katia era la perfecta Secretaria de Dirección General. Era una especie de poder en la sombra. Había sobrevivido a tres cambios de primer ejecutivo y ninguno de los nuevos directivos había querido prescindir de ella.

Todo el mundo reconocía su autoridad y su competencia, y muchos la temían. No se casaba con nadie. Manejaba información confidencial sin una grieta. Sabía antes que nadie lo que pasaría en la organización, pero nunca había una fuga por su parte. Era inútil sondearla.

Aquella forma de citarla no era usual, aunque sabía que Katia estaba en deuda con ella. Hace unos años su hijo adolescente tuvo un problema de drogas y cometió algunos actos delictivos. La perfecta mano derecha de la Dirección comenzó a llegar tarde y tener pequeños deslices. La gente empezaba a darse cuenta, y entonces fué cuando comenzaron los encuentros en el sitio de las ensaladas. Tener un hombro en el que llorar fue para Katia un alivio, y que ese hombro fuera la hermana de una de las mejores abogadas penalistas especializadas en menores, mucho más. El expediente de su hijo quedó limpio, y Katia eternamente agradecida.

El sitio de las ensaladas fue testigo, durante años, de las confidencias entre ambas, nada profesional, los problemas en el matrimonio de una, los amantes de la otra, los hijos… pero el tono de Katia no tenía nada que ver aquel día.

Cuando llegó la encontró sentada en la mesa que tanto les gustaba, justo en una esquina de la terraza, arropada por dos grandes kentias. Vistas y privacidad, por el mismo precio. Eso quería decir que había llegado bastante antes o la había reservado. Pensó que entonces era algo grave, así que sin más le preguntó:

-          Dime, ¿Qué pasa?
-        Te lo diré sin paños calientes. Tienes qué pensar qué quieres hacer. Hoy han entrevistado a una persona para tu puesto.

Apenas pudo ver el cartel que anunciaba que se encontraba a 55 kms de su desvío. No creyó que pudiera llover más fuerte, pero, para su sorpresa, un enorme destello de luz, un atronador sonido, y un aluvión de pedrisco hicieron que casi perdiera el control del vehículo. Los niños se despertaron y empezaron a gritar.
No podía más…

Paró el coche en lo que pensó que sería el arcén, subió el volumen de la radio, para camuflar la terrible tamborada rezando para que los cristales no se agrietaran y abrazó a los pequeños, aguantando el llanto y los sollozos a punto de brotar.

-          No pasa nada, no pasa nada, niños….

Imposible, imposible parar el llanto, deshacer el miedo… Pasaron cuatro o cinco minutos. A ella le parecieron cien…  No pasaba nadie por aquella carretera y casi se sentía feliz de estar viva y notar los latidos y las respiraciones de sus hijos, los cuatro allí metidos, sobreviviendo a la ira del cielo.

De repente, el estruendo paró. El granizo dio paso de nuevo al agua, esta vez una cortina constante y fina, los lloros cesaron, el miedo se convirtió en vaho, los pequeños volvieron a su sueño, agotados por el llanto…

Y ahí, sola, lloró ella. Silenciosamente, para dentro, notando de nuevo el peso en su pecho, en su cuello y en su espalda… sin concederse un minuto de tregua, arrancando de nuevo el coche… un poco más, solo una hora más y estarían en casa.

Cuando llegara llamaría a su madre. Le diría “ya hemos llegado” y luego dejaría el teléfono sobre la mesa mientras sonaba el eterno discurso. Que no se tenía que haber mudado a las afueras, que había sido una tonta siguiendo las aspiraciones de grandeza de ese golfo que ahora la había dejado, que podían haberse quedado en su casa, que era una irresponsable metiendo tantos kilómetros en el cuerpo de los niños cada día, que iba a acabar con la salud de su padre…

Eso era verdad. No podía acabar con la salud de su padre, así que no les había dicho nada del trabajo. De cómo en la reunión de aquella tarde, tal y como había predicho Katia, se anunció que un nuevo Director se haría cargo de su área.

-     Por supuesto, los detalles los comentaremos personalmente contigo, tras la reunión – le dirigió Federico cuando dio la noticia – eres una profesional valiosísima para la empresa y espero que lleguemos a un acuerdo satisfactorio para ti a fin de seguir contando con tus servicios.

Ni siquiera quiso mirar alrededor. Sentía la vergüenza de sus compañeros, la vista baja, la tensión en el ambiente. El amargor en su boca…

Miró a Federico, pero no le contestó. Solo hizo un leve asentimiento con la cabeza. Esa cabeza que parecía que iba a estallarle, que empezaba a latir como cuando va a haber tormenta y la migraña se instalaba en sus sienes.

Se lo explicaron después. Un puesto inferior, un recorte salarial, casi a la mitad. Un mes para que se lo pensara, o buscara otra cosa. Así de elegantes eran. Así lo hacían. Ellos no te echaban. Eras tú quien te ibas.

Y todo justo ahora. Justo cuando tenía que afrontar  la hipoteca de una casa demasiado grande y demasiado lejos, ella sola. Tres niños que adoraban a su padre, y al que verían, con suerte, una vez al mes, pues había decidido mudarse a la otra punta del país. Un abismo lleno de preguntas que contestar, una vida que reconstruir.

Cuando vino el divorcio se derrumbó. Pero si algo tenía, si en algo confiaba, era en su trabajo, su puesto ganado con esfuerzo y dedicación, sobradamente demostrado durante más de diez años. Eso le daba fuerzas. Eso era lo que sostenía todo. Hasta hoy.

Conducíendo bajo la lluvia notaba sus ropas húmedas. No, el agua no había entrado en el coche, pero el llanto y el sudor empapaban su cuerpo y la hacían estremecer. Solo quería pensar en conducir el maldito coche y llegar a casa. En poner a salvo a sus hijos en sus camitas y tumbarse a llorar en la suya, la mitad de los armarios vacíos, la ropa blanca recién cambiada evitando todo olor a él.

El agua caía lentamente, casi como una caricia cuando llegó a su desvío. Las luces de la urbanización la recibieron como un festival de bienvenida. Algunas personas corrían o paseaban a sus perros bajo aquel relajante chirimiri. Giró en la tercera calle accionando, en un acto reflejo, el mando del garaje. Antes de salir del coche volvió a mirar a sus hijos. Allí estaban, a salvo, durmiendo como angelitos, habiendo olvidado la tensión y el miedo. Angel, el mayor, se despertó:

-          ¿Ya hemos llegado?
-          Si, cariño, ayúdame a llevar a tus hermanos a la cama. ¿Estás bien?
-          Sí. ¿Ya no hay tormenta?
-          Casi se ha ido… Mañana saldrá el sol.

Los niños estaban acostados. El teléfono de la cocina sobre la mesa cantando el esperado discurso, y una copa de coñac en su mano, “lo necesito”, pensó mientras bebía.

Miró su teléfono móvil. Tiene un mensaje nuevo. “Armando 20:40”. Era su antiguo jefe. Pulsó para escucharlo.

-       Hola, ¿cómo va todo? Hace meses que no sé de ti. Me gustaría que habláramos, estamos buscando a alguien con tus competencias en mi nuevo proyecto. Llámame, ¿vale? Un beso.

20140529 Metafora Situacional








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