Apenas veía a través del
parabrisas del coche. Mares de agua se deslizaban por el cristal en aquella
noche de tormenta e incertidumbre.
Se esforzaba por adivinar cada
tramo del camino. Ni una luz, ni una pista, solo su intuición y su voluntad, su
esfuerzo por mantener el rumbo e ir agotando la carretera, hasta llegar a casa.
Miró a su lado, y hacia atrás.
Las pequeñas cabezas bailaban como tentempiés en los cuellos de aquellos
duendes vencidos por el sueño. Tres diablillos narcotizados por la biodramina.
Así es mejor. No quería ni pensar en aquel viaje con los niños mareándose en
cada curva.
Sentía la sequedad en su
garganta, el estrés que se había instalado en su estómago y subía hasta su boca
para acabar con cualquier gota de humedad que pudiera reconfortarla. Alargó su
mano hasta el asiento de al lado y, a tientas, reconoció la pequeña botella que
siempre acompañaba a su hija mediana, Ana. Porque siempre, siempre, cuando
salía de casa, sentía una irremediable sed y decía: “mamá, quiero agua”.
Se la llevó a los labios,
haciendo un tremendo esfuerzo por mantener fijo el volante con su mano
izquierda, reduciendo la velocidad y sin permitirse apartar los ojos de la
calzada.
Sintió el agua deslizarse por su
garganta, aliviando apenas su angustia, y entonces pudo percibir el peso de la
responsabilidad en su pecho, en su cuello, y en su espalda.
Levantó sus hombros, girándolos
alternativamente, para deshacerse de ese tremendo pinchazo junto a su escápula
derecha, ese que se había instalado aquella tarde, y que hacía que cada pequeña
tarea fuera imposible. Levantar el teléfono, saludar a sus clientes, abrir la
puerta, conducir…
Sí, conducir ya era difícil con
ese dolor nuevo, pero la tormenta le descubría que siempre puede ser peor…
Hace unos días empezó a suponerlo.
La nueva Dirección se había reunido para diseñar el plan estratégico. Por
primera vez en diez años no la habían llamado. Por primera vez, esperaba, sin
capacidad de conducir su vida, que le comunicaran qué pasaría con su
Departamento.
Hacía semanas que sentía a sus
compañeros lejos, distantes, probablemente también preocupados, o quizás ya
resignados. Aquellos con los que había compartido tantos proyectos los últimos
años, estaban en la misma situación.
Los comentarios de café eran
siempre los mismos. Los nuevos se reunían y hacían números sin contarles qué
pasaba. De pronto les llamaban, les preguntaban alguna cosa, y luego se iban, sin
explicarles qué pasaba.
¿Cómo habían llegado hasta allí?.
Cuando Federico, el nuevo Director General, se incorporó a la empresa, habló
con todos ellos para ratificarles su confianza. Pero poco a poco se crearon
otras figuras directivas en el Comité, al que se iban incorporando nuevos
compañeros, que, curiosamente, ya habían trabajado con él.
Luego nació el Subcomité de
Staff, solo formado por las nuevas posiciones. Y ahí se desencadenó todo.
Sin desclavar la vista de la
carretera, se vió a sí misma por la mañana, n el despacho del abogado, leyendo
cada uno de los términos del divorcio, intentando averiguar, en cada uno de los
acuerdos, qué se había roto para llegar hasta allí.
Entonces sonó el teléfono. “Katia”, aparecía
intermitentemente en la pantalla. La secretaria del Director General. Era su
móvil personal. Qué raro. Contestó.
-
Dime Katia, no puedo atenderte ahora, ¿es urgente?
- ¿Dónde estás? - Contestó ella, con voz
autoritaria, como si no pensase esperar ni un minuto a que la atendieran.
-
Katia estoy firmando los papeles de mi divorcio,
en fín, dije que no estaría esta mañana.
-
Está bien, no necesito mucho tiempo. ¿Estás
libre para comer?
-
Sí, acabo en un ratito. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
- Quedamos donde las ensaladas a las dos. Tienes
que saber algo antes de la reunión de esta tarde. Te veo luego, un beso, y no
firmes nada a favor de ese imbécil, recuerda que tienes tres hijos.
-
Claro Katia, luego te veo. – Pero ya había
colgado.
Katia era la perfecta Secretaria
de Dirección General. Era una especie de poder en la sombra. Había sobrevivido
a tres cambios de primer ejecutivo y ninguno de los nuevos directivos había
querido prescindir de ella.
Todo el mundo reconocía su
autoridad y su competencia, y muchos la temían. No se casaba con nadie.
Manejaba información confidencial sin una grieta. Sabía antes que nadie lo que
pasaría en la organización, pero nunca había una fuga por su parte. Era inútil
sondearla.
Aquella forma de citarla no era
usual, aunque sabía que Katia estaba en deuda con ella. Hace unos años su hijo
adolescente tuvo un problema de drogas y cometió algunos actos delictivos. La
perfecta mano derecha de la Dirección comenzó a llegar tarde y tener pequeños
deslices. La gente empezaba a darse cuenta, y entonces fué cuando comenzaron
los encuentros en el sitio de las ensaladas. Tener un hombro en el que llorar
fue para Katia un alivio, y que ese hombro fuera la hermana de una de las
mejores abogadas penalistas especializadas en menores, mucho más. El expediente
de su hijo quedó limpio, y Katia eternamente agradecida.
El sitio de las ensaladas fue
testigo, durante años, de las confidencias entre ambas, nada profesional, los
problemas en el matrimonio de una, los amantes de la otra, los hijos… pero el
tono de Katia no tenía nada que ver aquel día.
Cuando llegó la encontró sentada
en la mesa que tanto les gustaba, justo en una esquina de la terraza, arropada
por dos grandes kentias. Vistas y privacidad, por el mismo precio. Eso quería
decir que había llegado bastante antes o la había reservado. Pensó que entonces
era algo grave, así que sin más le preguntó:
-
Dime, ¿Qué pasa?
- Te lo diré sin paños calientes. Tienes qué
pensar qué quieres hacer. Hoy han entrevistado a una persona para tu puesto.
Apenas pudo ver el cartel que
anunciaba que se encontraba a 55 kms de su desvío. No creyó que pudiera llover
más fuerte, pero, para su sorpresa, un enorme destello de luz, un atronador
sonido, y un aluvión de pedrisco hicieron que casi perdiera el control del
vehículo. Los niños se despertaron y empezaron a gritar.
No podía más…
Paró el coche en lo que pensó que
sería el arcén, subió el volumen de la radio, para camuflar la terrible
tamborada rezando para que los cristales no se agrietaran y abrazó a los
pequeños, aguantando el llanto y los sollozos a punto de brotar.
-
No pasa nada, no pasa nada, niños….
Imposible, imposible parar el
llanto, deshacer el miedo… Pasaron cuatro o cinco minutos. A ella le parecieron
cien… No pasaba nadie por aquella
carretera y casi se sentía feliz de estar viva y notar los latidos y las
respiraciones de sus hijos, los cuatro allí metidos, sobreviviendo a la ira del
cielo.
De repente, el estruendo paró. El
granizo dio paso de nuevo al agua, esta vez una cortina constante y fina, los
lloros cesaron, el miedo se convirtió en vaho, los pequeños volvieron a su
sueño, agotados por el llanto…
Y ahí, sola, lloró ella.
Silenciosamente, para dentro, notando de nuevo el peso en su pecho, en su
cuello y en su espalda… sin concederse un minuto de tregua, arrancando de nuevo
el coche… un poco más, solo una hora más y estarían en casa.
Cuando llegara llamaría a su
madre. Le diría “ya hemos llegado” y luego dejaría el teléfono sobre la mesa
mientras sonaba el eterno discurso. Que no se tenía que haber mudado a las
afueras, que había sido una tonta siguiendo las aspiraciones de grandeza de ese
golfo que ahora la había dejado, que podían haberse quedado en su casa, que era
una irresponsable metiendo tantos kilómetros en el cuerpo de los niños cada
día, que iba a acabar con la salud de su padre…
Eso era verdad. No podía acabar
con la salud de su padre, así que no les había dicho nada del trabajo. De cómo
en la reunión de aquella tarde, tal y como había predicho Katia, se anunció que
un nuevo Director se haría cargo de su área.
- Por supuesto, los detalles los comentaremos
personalmente contigo, tras la reunión – le dirigió Federico cuando dio la
noticia – eres una profesional valiosísima para la empresa y espero que
lleguemos a un acuerdo satisfactorio para ti a fin de seguir contando con tus
servicios.
Ni siquiera quiso mirar
alrededor. Sentía la vergüenza de sus compañeros, la vista baja, la tensión en
el ambiente. El amargor en su boca…
Miró a Federico, pero no le
contestó. Solo hizo un leve asentimiento con la cabeza. Esa cabeza que parecía que
iba a estallarle, que empezaba a latir como cuando va a haber tormenta y la
migraña se instalaba en sus sienes.
Se lo explicaron después. Un
puesto inferior, un recorte salarial, casi a la mitad. Un mes para que se lo
pensara, o buscara otra cosa. Así de elegantes eran. Así lo hacían. Ellos no te
echaban. Eras tú quien te ibas.
Y todo justo ahora. Justo cuando
tenía que afrontar la hipoteca de una
casa demasiado grande y demasiado lejos, ella sola. Tres niños que adoraban a
su padre, y al que verían, con suerte, una vez al mes, pues había decidido
mudarse a la otra punta del país. Un abismo lleno de preguntas que contestar,
una vida que reconstruir.
Cuando vino el divorcio se
derrumbó. Pero si algo tenía, si en algo confiaba, era en su trabajo, su puesto
ganado con esfuerzo y dedicación, sobradamente demostrado durante más de diez
años. Eso le daba fuerzas. Eso era lo que sostenía todo. Hasta hoy.
Conducíendo bajo la lluvia notaba
sus ropas húmedas. No, el agua no había entrado en el coche, pero el llanto y
el sudor empapaban su cuerpo y la hacían estremecer. Solo quería pensar en
conducir el maldito coche y llegar a casa. En poner a salvo a sus hijos en sus
camitas y tumbarse a llorar en la suya, la mitad de los armarios vacíos, la
ropa blanca recién cambiada evitando todo olor a él.
El agua caía lentamente, casi
como una caricia cuando llegó a su desvío. Las luces de la urbanización la
recibieron como un festival de bienvenida. Algunas personas corrían o paseaban
a sus perros bajo aquel relajante chirimiri. Giró en la tercera calle accionando,
en un acto reflejo, el mando del garaje. Antes de salir del coche volvió a
mirar a sus hijos. Allí estaban, a salvo, durmiendo como angelitos, habiendo
olvidado la tensión y el miedo. Angel, el mayor, se despertó:
-
¿Ya hemos llegado?
-
Si, cariño, ayúdame a llevar a tus hermanos a la
cama. ¿Estás bien?
-
Sí. ¿Ya no hay tormenta?
-
Casi se ha ido… Mañana saldrá el sol.
Los niños estaban acostados. El
teléfono de la cocina sobre la mesa cantando el esperado discurso, y una copa
de coñac en su mano, “lo necesito”, pensó mientras bebía.
Miró su teléfono móvil. Tiene un
mensaje nuevo. “Armando 20:40”. Era su antiguo jefe. Pulsó para escucharlo.
- Hola, ¿cómo va todo? Hace meses que no sé de ti.
Me gustaría que habláramos, estamos buscando a alguien con tus competencias en
mi nuevo proyecto. Llámame, ¿vale? Un beso.
20140529 Metafora Situacional
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