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Nací de un torbellino en el que volaban unos perros, unos leones, diez mil budas, tres selvas, una cascada, cientos de esfinges, un mago, una chamana, un gusano, una mariposa y una libélula, mil significantes y un significado, lo real, lo simbólico y Jerusalén. Y como el viento que arrancó las hojas rojas, verdes y azules del guanaco para crear al sagrado pájaro quetzal, quiso el torbellino que despertara el cuerpo y danzara la mente para ver nacer el mito.

lunes, 4 de agosto de 2014

La espera


Escribí aquella última palabra, y mientras la leía, coloqué un punto final a su lado.
Permanecí mirando el escrito, esas últimas líneas, mientras llevaba una taza con té caliente a mis labios, y bebí lentamente, reteniendo ese líquido en mi boca, como si solo el hecho de tragarlo encerrara la decisión de que aquello era definitivo.
Lo envié a imprimir, y, mientras lo repasaba, me sorprendió la humedad de una lágrima en mis mejillas, que rodó hasta rozar mis labios.


Y sabiendo que tenía un tesoro entre mis dedos, miré de nuevo a aquellos folios y, arrugándolos, los tiré a la basura.
“Capítulo final v25.doc”, escribí en el título del archivo mientras lo guardaba en mi ordenador.


Sabía que era bueno, que no escribiría algo mejor, que era el final perfecto para aquella historia de ausencia.  Pero entonces la espera acabaría. Y la ilusión también.
Suspiré pensando en Eric, mi editor, desesperado, cuando le dijera que tenía que reescribirlo. “¿Otra vez?” preguntaría. “Lo siento, Eric”, diría yo… “quiero que sea perfecto”.


Y era perfecto. Pero nadie lo sabía. Solo yo.
Así que mañana comenzaré a escribir un nuevo final. El número 26. Y así reescribiré mil y un finales que nunca serán mejores que este, y la esperanza vivirá en mí.

-Ana, tienes que volver a la vida- dijo Eric hace dos años- Llevas cinco años muerta, publico todo lo que me das sabiendo que vamos a perder la camisa con ello… Tienes que enterrarle, nunca volverá, y si lo hace no será el mismo, y entenderá que hayas querido ser feliz, plantéatelo, tienes mil pretendientes, yo mismo me casaría contigo si me prestaras la más mínima atención.

Eric, el entusiasta, promotor y mecenas que atendía todos mis caprichos, que me deseaba, que tal vez me amaba, que me esperaba, que significaba lo nuevo, y que quería que enterrara a Juan.
Hace cinco años que salió por esa puerta, ilusionado, como siempre que viajaba a Colombia, repleto de vida, pensando que sería una aventura más en la que sobrevivirían al conflicto, confiado en su equipo, el mismo de siempre, Luis, Javier, Elena y él. El equipo perfecto, dos reporteros, un fotógrafo y un experto en comunicaciones. 
Y allí fueron, como si de una excursión se tratara, a la selva, a cubrir el conflicto, a sobrevivir a las tribulaciones con el gobierno, con la guerrilla, a llegar al fondo del asunto, de la noticia, y a por un objetivo más: encontrar a los compañeros secuestrados durante años y negociar una liberación.


No había pasado ni una semana cuando ya no recibía sus mails. La Agencia nos avisó de que estaban en peligro y probablemente habían sido apresados.
A los tres meses aparecieron los cuerpos de Luis y Javier. Los forenses decretaron que fueron asesinados de manera inmediata a su desaparición. Recuerdo bien todo lo que hicimos en aquel momento, las reuniones en el Ministerio, las movilizaciones, las recogidas de firmas, los viajes a Colombia, mis devaneos inútiles para llegar a la zona del conflicto y encontrarle. Lo tengo muy presente y está todo escrito en mi libro.


No podía imaginar mi vida sin él. Esa vida que habíamos emprendido juntos en la universidad, y que nos había regalado la mayor felicidad del mundo. Hice todo por encontrarlo. Todo, hasta caer rendida, dos años de lucha, más uno de depresión, escribiendo atormentados relatos que enviaba a Eric, implorante:
- Publícalo, publícalo, Eric, necesito el dinero… 


Y Eric lo publicaba, poniendo de su bolsillo mi parte, y viendo cómo destrozaba mi carrera, pero sin poder abandonarme porque creía que me amaba.
Y hace dos años lo dijo:

Ana, tienes que volver a la vida. Llevas cinco años muerta, tienes que enterrarle, plantéatelo, tienes mil pretendientes, yo mismo me casaría contigo si me prestaras la más mínima atención.


Y entonces hicimos el pacto.
- Déjame enterrarle. Déjame que le escriba, que relate su vida, que cuente su final. Y entonces me liberaré, y podré encontrarme contigo.


Eric me miró vacilante y dijo:

- Te esperaré.
Pero él sabe que su espera es inútil.


Porque nunca encontraré el final perfecto y entonces será reescrito, una y mil veces.
Porque nunca podré poner final a mis sueños de encontrarle. Porque si la historia se acaba, empezaría la vida, pero sería una vida sin él.


Y por eso mi libro no tiene final, y mañana, de nuevo, escribiré uno distinto.
Y por eso, hay espera y hay vida. 


Y por eso, hay esperanza.



2014/04/21 sobre el mito de Penelope

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